«SOMOS IGLESIA, QUEREMOS LA PAZ»: LA EUCARISTÍA, CULMEN DEL ENCUENTRO ESPAÑOL

En su homilía, cercana y solemne, Argüello desarrolló una reflexión centrada en la esperanza y la identidad cristiana como pueblo ungido

Misa encuentro de españoles. Foto: CEE

Presidida por Luis Argüello y concelebrada por la amplia mayoría de los obispos españoles, la Misa en la plaza de San Pedro reunió este sábado 1 de agosto a miles de jóvenes españoles. Un canto coral a la esperanza, a la unidad y a la alegría del Evangelio

A las 20:00 horas, el canto de entrada marcaba el inicio de la Eucaristía de los jóvenes españoles en la plaza de San Pedro. La imagen era imponente: bajo el cielo romano, más de 25.000 peregrinos españoles, reunidos como un solo pueblo. La celebración fue presidida por Luis Argüello, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española. Le acompañaron como concelebrantes principales el arzobispo de Madrid, cardenal José Cobo Cano, y el arzobispo de Barcelona, cardenal Juan José Omella, junto con la práctica totalidad de los obispos titulares españoles y más de 500 sacerdotes.

En su homilía, cercana y solemne, Argüello desarrolló una reflexión centrada en la esperanza y la identidad cristiana como pueblo ungido. Citando la carta de san Pablo a los Romanos, recordó que «la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado».

A partir de esta afirmación, el presidente de la CEE dirigió unas palabras tanto a los ministros ordenados como a los jóvenes presentes: «El amor de Dios ha sido derramado sobre nosotros para que, transformados por la caridad pastoral, ofrezcamos al pueblo santo de Dios la Palabra, la misericordia y el pan partido».

Argüello ilustró su mensaje con tres símbolos: un vestido de alabanza, para vivir para la gloria de Dios y no para la vanagloria. Un perfume de alegría, que nos envía a consolar los duelos y tinieblas del mundo. Una diadema de alianza, como signo visible de la fidelidad irrevocable de Dios.

Estas imágenes conectaron con la experiencia sacramental: el bautismo (vestido blanco), la confirmación (perfume de alegría) y la Eucaristía (alianza nueva y eterna). «Cristo, el Ungido, ha querido compartir con nosotros su misma unción», proclamó el arzobispo.

Uno de los hilos conductores de la homilía fue la necesidad de pasar del yo al nosotros: «Hoy expresamos un nosotros de la Iglesia en España, para disponernos a decir, en comunión con toda la Iglesia universal: Padre nuestro».

Argüello advirtió del riesgo de encerrarse en nosotros pequeños —grupos, movimientos o identidades particulares— que no se abren al nosotros eclesial y humano. Frente a esto, afirmó: «La Iglesia es una escuela permanente para ensanchar el nosotros, para abrirnos a una fraternidad que no brota de nuestros puños, sino del Espíritu Santo».

El arzobispo invitó a los jóvenes a salir de la Eucaristía como testigos del Evangelio, llamados a ofrecer a la sociedad una nueva alianza de esperanza: «Queremos dar testimonio de la belleza de creer en Dios; de una comprensión de la persona, del cuerpo, de la sexualidad vinculada al amor y a la vida; de una forma distinta de vivir la economía, la cultura, la política». También hizo una llamada directa a la cercanía con los pobres, a descubrir —más allá de nuestras casas— los gritos de quienes sufren y a no cerrar el corazón ante los que «vienen de lejos o están solos».

De la confesión al testimonio

«En estos días hemos confesado nuestros pecados. Ahora toca confesar la fe en la plaza pública», exhortó Argüello. Recordó la necesidad de proclamar que Jesucristo tiene poder no solo para perdonar los pecados personales, sino para vencer a las estructuras de pecado y a los poderes del mundo. La homilía concluyó con una aclamación multitudinaria, que resonó con fuerza en toda la plaza:
«Jesús es el Señor. ¡Somos la Iglesia! ¡Queremos la paz en el mundo!». Y con una oración: «Haznos, Señor, instrumentos de tu paz».

Argüello terminó recordando que no somos «turistas espirituales», sino peregrinos en misión. Cada domingo —dijo— será un alto en el camino para renovar nuestra unción, escuchar la Palabra, adorar a Cristo y salir enviados a anunciar la paz. «Somos Iglesia sinodal, en camino, bendecidos y enviados. Bendito y alabado sea nuestro Señor Jesucristo, que en la fuerza del Espíritu Santo nos ha permitido participar en esta liturgia de alabanza».

Uno de los aspectos más valorados por los responsables del evento fue el clima de oración vivido durante la Eucaristía. A pesar de la magnitud del acto, el silencio orante de los jóvenes españoles fue una de las notas distintivas. Un pueblo reunido en torno al altar, en escucha, adoración y alabanza, dando testimonio de una fe viva y madura.

Un recuerdo que permanece: María Cobo Vergara

Durante el memento, el cardenal Cobo recordó por segunda vez durante la peregrinación y con emoción a María Cobo Vergara, una joven madrileña de 20 años que vivía su fe en la parroquia Nuestra Señora de la Paz. «María se tomó en serio a Dios», dijo. Su historia es la de una joven que vivió cuatro años de enfermedad sostenida por la oración, el acompañamiento y una luz serena que no se apagó nunca. Una vida tejida de silencios compartidos y de una alegría que dejó huella. Sus compañeros de parroquia, presentes en la zona alta de la plaza, vivieron el momento con profunda emoción y recogimiento.

En un gesto de comunión sencillo, la Oficina de Peregrinaciones del Jubileo entregó para su familia el Testimonium, documento que se emite al cruzar la puerta santa: María ha peregrinado a Roma. Y ha atravesado, simbólicamente, la verdadera Puerta Santa. Los jóvenes de su parroquia entregarán este documento a la familia.

Días antes de morir, María escribió haciendo la peregrinación jubilar con un grupo de la parroquia en los Alpes, camino de Roma, donde llegarían el día 30 de julio: «Si se me preguntara si volvería a repetir estos últimos cuatro años, no dudaría en decir que sí. He conocido verdaderamente el amor de Dios. Si Cristo permite esto, es porque lo que está en sus manos es enorme. Su propósito es magnífico».

Fray Alfonso Dávila

Fuente: Alfa y Omega