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Dominio público |
Son palabras que, aisladas, pueden ser enormemente malinterpretadas. Al
mismo tiempo, contrastan con el inicio del evangelio, en el se dice del recién
nacido que es «nuestra paz» o con el final, en el que las primeras palabras de
Jesús son «¡Paz a vosotros!». ¿Qué significan entonces?
En el capítulo al que nos hemos referido, el evangelista San Lucas recoge un conjunto de enseñanzas de Jesús que aparecen dispersas en los otros evangelios. El ritmo de esta enseñanza es vibrante. Aunque dice que Jesús está rodeado de, literalmente, «miles y miles de personas», empieza hablando los discípulos; entonces uno se mete en la conversación y le hace a Jesús una pregunta, lo que abre a todos la enseñanza.
Pero Jesús vuelve a dirigirse al
pequeño grupo de discípulos en un mensaje que se va haciendo cada vez más
íntimo hasta llegar en este punto de la enseñanza a su núcleo. Parece como si
Jesús se lo estuviera diciendo a los que están a su alrededor en voz baja… para
después terminar hablando de nuevo en alta voz a toda la gente que le rodea.
Es, en ese momento de intimidad, cuando Jesús les revela el coste de la paz. La paz que Jesús ha venido a traer no es la del compromiso de los hombres. En su primer discurso al cuerpo diplomático, León XIV hablaba de esta paz como la paz “negativa”, es decir, una mera ausencia de guerra o de conflicto.
La
paz, continúa, «entonces pareciera una simple tregua, una pausa de descanso
entre una discordia y otra, porque, aunque uno se esfuerce, las tensiones están
siempre presentes, un poco como las brasas que arden bajo las cenizas, prontas
a reavivarse en cualquier momento». Ciertamente esta paz es necesaria y debemos
trabajar por ella. Una tregua salva muchas vidas y puede ser un paso para
recapacitar y alcanzar sentidos más profundos. Pero no es esa la paz que ha
venido Jesús a traer.
La paz que Cristo ha venido a traer es su propia vida, que se alcanza
por medio de un “bautismo”, es decir, siendo sumergido en su relación, de forma
que podamos vivir su entrega en medio de los conflictos y contradicciones. Sólo
de esta entrega, que es un fuego que desciende desde el cielo, podrá nacer
entre los hombres la verdadera paz.
Hace unos días se ha conmemorado el 80º aniversario del lanzamiento de
las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Aquel fue también un fuego
caído del cielo que generó algo que podríamos llamar paz. La paz de la muerte y
el silencio en aquellas ciudades arrasadas. Y, es cierto, tras la destrucción
de ambas ciudades Japón aceptó firmar la paz, lo que supuso el final de la II guerra
mundial. Pero, como podemos ver hoy, 80 años después, eso no supuso el final de
las guerras.
Con motivo de este aniversario, creo que es importante que demos a
conocer la vida de un médico japones, el Dr. Takashi Nagai, que vivió aquellos
momentos en primera persona y nos dejó una enseñanza en su propia vida que da
testimonio de aquella paz que Cristo ha venido a traer. (Lo que nunca muere
y Reflexiones desde Nyokodo. Además, puede ayudar también la la
biografía de Paul Glynn, Requiem por Nagasaki).
El 23 de noviembre de 1945, en
el funeral por las victimas celebrado en la catedral de la Asunción de Nuestra
Señora, en Nagasaki, Takashi Pablo Nagai dirigió unas palabras a los cerca de
8.000 asistentes. Entre ellas, decía: «¿No existe una profunda relación entre
la destrucción de Nagasaki y el fin de la guerra? Nagasaki, el único lugar
sagrado de todo Japón, ¿no fue elegido víctima, un cordero puro, para ser
sacrificado y quemado en el altar del sacrificio para expiar los pecados
cometidos por la humanidad en la Segunda Guerra Mundial?». Palabras ciertamente
desconcertantes, que nos hablan de como la vida entregada en Cristo es el
verdadero camino de la paz, lo único capaz de volver el corazón de los hombres
a Dios.
+ Jesús Vidal