Cuando hablamos de Dios, inevitablemente hablamos de relación. Nuestra experiencia con Él puede variar tanto como las relaciones humanas que experimentamos a diario
¿Te has
detenido a reflexionar sobre la tuya? A veces es cercana y apasionada; otras,
distante y ocasional. Pero el Señor, en su infinito amor, nos invita a un
encuentro profundo, único, capaz de transformar nuestras vidas.
Aquí te presentaré varias formas de
relacionarnos con Él, desde las más lejanas hasta las más íntimas, para llegar
a la gran pregunta: ¿cómo quieres que sea tu relación con Él?
Una relación lejana: el pariente
distante
Imagina a ese familiar al que ves de
vez en cuando. Sabes que te quiere y que siempre está ahí cuando lo necesitas,
pero la relación no es cercana. Con Jesús, muchas veces pasa lo mismo.
Puede que acudamos a Él solo en
momentos de crisis, cuando nos sentimos perdidos o enfrentamos problemas que
parecen no tener solución. Sabemos que Él siempre responde, que nunca nos
abandona, pero lo mantenemos al margen de nuestra vida cotidiana.
¿Por qué sucede esto? Tal vez porque
nos incomoda dejarlo entrar del todo. Permitimos que esté presente, pero no
demasiado. Sabemos que su mirada amorosa nos puede desafiar a cambiar aspectos
de nuestra vida que preferimos dejar como están.
Esta relación con Jesús puede parecer
funcional, pero es limitada. Él no quiere ser un recurso de emergencia, alguien
a quien acudir solo cuando todo se tambalea. Jesús desea caminar contigo todos
los días —en lo ordinario y en lo extraordinario— ofreciéndote su compañía
constante y transformadora.
La pregunta aquí es: ¿te conformas con
una relación así? ¿Con mantener a Jesús a distancia, como un pariente al que
amas pero con el que no compartes tu día a día? ¿O te atreverías a acercarte un
poco más?
Una relación de padre, pero con
reservas
Dios es Padre: nos cuida, nos protege y
quiere lo mejor para nosotros. Sin embargo, a veces esta relación se mezcla con
cierta inseguridad. ¿Le cuentas todo? ¿O hay cosas que prefieres ocultar porque
temes que te juzgue, que te critique o que incluso te rechace? Este miedo puede
nublar la confianza que deberíamos sentir hacia Él, impidiéndonos experimentar
su amor pleno e incondicional.
Dios no es un padre autoritario dispuesto a castigarte por cada error. Él es un Padre misericordioso, siempre dispuesto a perdonar y a recibirte con los brazos abiertos, como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11‑32).
Pero a menudo proyectamos en Él
nuestras inseguridades humanas, pensando que no somos lo suficientemente
buenos, que no merecemos su amor. En realidad, lo único que desea es que te
acerques a Él con el corazón abierto, sin reservas ni máscaras.
Entonces, ¿cómo superar esta barrera?
¿Cómo dejar de verlo como alguien que nos juzga y empezar a verlo como el Padre
que nos ama profundamente?
Quizá el primer paso sea hablarle con
honestidad, aunque sea para confesarle que tenemos miedo. Él siempre está
dispuesto a escuchar y a mostrarnos que no hay nada en nuestra vida que lo haga
amarnos menos.
Una relación de amistad con Dios
Tener a Jesús como amigo es algo
maravilloso. Lo consideramos alguien cercano, confiable, con quien podemos
compartir nuestras alegrías y penas. Esta relación está llena de consuelo y
compañía, pero a menudo se queda en un nivel de familiaridad que no alcanza la
profundidad de una intimidad plena.
Es como una amistad con alguien a quien
valoramos mucho, pero con quien no compartimos los secretos más profundos de
nuestro corazón.
En una relación de amistad con Jesús,
es fácil acostumbrarse a un diálogo ocasional. Puede que le hables en oración,
que acudas a Él en los momentos importantes, que incluso le agradezcas por las
bendiciones en tu vida.
Pero, ¿le permites entrar en lo más
íntimo de tu ser? ¿Confías en Él tus miedos, tus heridas, tus sueños más
profundos? Una amistad con Jesús es un paso hermoso, pero Él te invita a algo
aún más grande.
Si hoy sientes que tu relación con
Jesús es como la de un buen amigo, pregúntate: ¿qué te impide dar un paso más?
¿Qué podrías hacer para abrirle completamente tu corazón y que esa amistad se
convierta en algo más profundo y transformador?
Una de amantes: el amor apasionado
Ahora bien, imagina estar profundamente
enamorado de Jesús. No un amor teórico o distante, sino un amor tan real que te
despiertes pensando en Él, que todo lo que hagas esté marcado por su presencia,
que desees compartir con Él cada pequeño detalle de tu vida. Jesús quiere ser
ese amado en tu existencia, no alguien al margen, sino el centro mismo de tu
ser.
Cuando estamos enamorados, queremos
estar cerca de la persona amada en todo momento. Cada encuentro es motivo de
alegría, cada palabra compartida llena de ilusión.
Así también puede ser
tu relación con Jesús. Él desea ser el primero en tus pensamientos al
despertar y al acostarte; quiere estar en cada rincón de tu día, no como un
extraño, sino como el amor que lo llena todo.
Este tipo de relación transforma nuestra vida porque nos hace experimentar el amor de Dios en su plenitud: un amor eterno, apasionado y perfecto.
Jesús te invita a esta intimidad no
porque quiera quitarte algo, sino porque quiere colmarte de todo. Su amor no es
egoísta ni demandante; es un amor que da vida, que sana y que libera. Y lo
mejor de todo es que no está reservado para unos pocos: no importa quién seas,
cuál sea tu historia o dónde estés. Este amor está disponible para ti, aquí y
ahora.
¿Y tú?
Jesús te está esperando: no con
reproches ni con condiciones, sino con los brazos abiertos y el corazón
rebosante de amor.
Te pregunto: ¿qué tipo de relación
quieres tener con Él? ¿Te gustaría enamorarte de Jesús, sentir esas mariposas en
el estómago por el Amor de los amores? ¿Te atreverías a vivir la intimidad y
cercanía que Él te ofrece?
La invitación está hecha. Solo falta tu
respuesta.
María Claudia Arboleda
Fuente: CatholicLink