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Dominio público |
Un riesgo que podemos correr
estos días es olvidar uno de los rasgos que el papa Francisco señaló en
la Evangelii Gaudium. Merece la pena recordarlo: «Jesucristo
verdaderamente vive. (…) Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de
nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos
encomienda. Su resurrección no es algo del pasado» (n. 275).
El Papa no es el salvador del mundo ni de la Iglesia, su misión no es dar respuesta a todos los problemas de la existencia de los hombres. Su misión es ser testigo de unidad, de que Dios sigue guiando a su pueblo a través de tantos sacerdotes, consagrados y consagradas, familias y laicos que entregan su vida en el mundo. En el Evangelio según san Juan, Jesús habla de sí mismo como el que hace presente al Padre, fuente de la vida y Buen Pastor. Lo hace con seis expresiones, agrupadas en tres parejas, que nos dan la clave para entender la misión del Papa como sacramento de unidad.
Primero dice: «Mis ovejas
escuchan mi voz y yo las conozco». Uno de los rasgos que más se escuchan como
necesarios para el nuevo Papa es la cercanía. Y esta, en este pasaje queda
definida como escuchar y conocer. Para que haya cercanía al Papa, lo primero
que tendremos que hacer será escucharle. Si comenzamos fijando nuestras
expectativas (cómo tendrá que ser, qué tendría que decir, que líneas serían las
necesarias en su enseñanza…) y cerramos los oídos a todo lo que no sea como
nosotros esperamos, la cercanía será difícil. Pero si escuchamos con atención y
apertura, estoy convencido de que, una vez más, nuestro corazón arderá y sentiremos
que nos conoce, que habla para nosotros. Porque a quien escucharemos a través
de su enseñanza será al Buen Pastor.
En segundo
lugar, Jesús dice: «ellas me siguen y yo les doy la vida eterna». Esta escucha
significará un seguimiento, un discipulado. La mejor forma de recibir al nuevo
Papa es pensando: ¿Qué voy a aprender de nuevo? ¿Cómo la enseñanza del Papa me
hará crecer? Y así, como dice Jesús, recibiremos de él la vida eterna. Porque
esta vida de la que nos habla no es otra cosa que su amor, que la relación, la
comunión con él. Y esta es una vida que nos va poco a poco transformando,
haciendo crecer. Siendo discípulos del Señor, caminando en la Iglesia con el
Papa y con el resto de hermanos es como realmente recibimos la vida eterna que
Jesucristo nos quiere dar.
Y, por
último, dice: «no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano».
Son dos afirmaciones rotundas, que tienen forma negativa. Son, por lo tanto, un
límite. Quien vive unido al Señor puede experimentar muchos sufrimientos, puede
verse envuelto por el mal, por la enfermedad, por la debilidad, pero la última
palabra no la tendrán la frustración y el fracaso. Hay un límite al mal. Este
no es lo definitivo, por mucha fuerza que la división parezca tener en esta
vida presente. Y este límite al mal es la comunión con Dios. Quien le escucha,
quien le sigue, permanece cogido de la mano de Dios. Y Dios no suelta nunca
nuestra mano y nadie tiene el poder para romper esta unión, pues no tiene su
fuerza en nosotros, sino en él.
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia