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Dominio público |
Os gloso estas palabras a modo de itinerario cuaresmal, dentro de otros muchos que puede haber, claro está, pero que como ellos conduce a una meta, tiene sentido, provoca el encuentro deseado con el Señor en su Pascua.
Huye
No necesitamos tanto la fuga mundi, la
huida del mundo, como la fuga mundanitatis, la huida
de la mundanidad. El mundo es el
espacio de gracia, en el que se nos da la posibilidad de ser, de encontrarnos con el otro, de vivir,
de trabajar, de encontrarnos con Dios… que “tanto amó, al mundo” (cf.
Jn 3,16)… Sabemos, sí, que el mundo es el espacio amado, la casa del hombre. No
es preciso, pues, huir de él, sino estar en él pero
como el hombre está llamado a estar: como peregrino,
de paso; como trabajador, colaborando
mano a mano con el Creador y con los hermanos; y como custodio,
responsabilizándonos de ¬él porque nos ha sido dado, no para destrozarlo, ni
poseerlo, ni agotarlo, sino como un don que ha de dar fruto abundante.
Se trata de huir de la
mundanidad, es decir, huir de lo que, siendo aparente,
pretende ser eterno, porque con frecuencia escogemos la apariencia en lugar de
la realidad. La mundanidad hace referencia a lo que pasa -“la representación de
este mundo se termina”(cf. 1 Cor, 7, 31) – a lo que es caduco, equivoco,
ambiguo, desorientador, falso… Nuestro tiempo ha puesto en evidencia todos los
límites de lo humano, hasta el punto de que cuesta ya creer, en las promesas de
la ciencia, de la economía, de la política, de… Ponemos, sin embargo, y a pesar
de lo evidente, nuestra esperanza, en ello, en lo transitorio, en el éxito
fácil, en el bienestar personal, en el minúsculo recinto de lo propio olvidando
lo que existe fuera de él.
Huir, de todo esto, y del “gran teatro del mundo”, significa decantarse por una vida más sobria, más honrada, más
religiosa, en la que impera la verdad real del hombre y del
mundo y de todo ello en relación con Dios,
que es quien verdaderamente permanece y da consistencia a todo.
Esto tiene una concreción: abandonar el mundo del consumo, del
egoísmo, de la comodidad, de la pereza, del capricho, de lo que perecedero…
para poder atender a otro “mundo” al que nadie se
entrega. Podía ser éste el tiempo oportuno para ofrecernos en
un voluntariado, cubriendo las necesidades más primarias de los demás, entrar
en los ámbitos de la misericordia, acompañar a presos, a enfermos, ancianos, a
solos… Huir de un mundo fácil para entrar en un mundo que nadie visita, ni
acompaña, ni compadece. Si esto no lo vivimos en Cuaresma con verdadero compromiso,
¿cómo podemos entrar en la Pasión del Señor con la que se abre la Pascua? Si olvidamos las pasiones de los hombres, sus dolores y sus
carencias, ¿cómo entrar sinceramente en la Pasión del Señor?
La Cuaresma es
peregrinación y por eso mismo tiempo de
silencio. “Peregrinatio est tacere”. Tacere,
callar. Nuestra sociedad es ruidosa, si no hay tiempo de escuchar, ¿cómo va a
tener tiempo de callar?
Este nuevo paso de nuestro itinerario, nos llama a buscar el silencio en nuestras relaciones personales que
puede significar escuchar, o suprimir la palabra acusadora de nuestros
hermanos, dominar un lenguaje agresivo, mordaz, despiadado, desechar la
cháchara, que no dice nada ni es vínculo de unión y comunión con los demás, ni
da al otro el consuelo y el consejo que puede necesitar.
Buscar
silencio para reflexionar, sobre todo lo que sucede a
nuestro alrededor que tantas veces nos pasa desapercibido, para captar lo que
le puede estar pasando a nuestro mundo y al vecino con el que comparto portal o
mesa de trabajo o cama de hospital.
Buscar
silencio para escuchar la Palabra que nos salva, la
Palabra de la Vida. Leer la Palabra, todos los días, a ser posible, con otros,
en familia, entre amigos, o a solas, en una capilla o en casa, por la mañana o
al atardecer… Y dejar que cale en el corazón para que vivamos de Ella y la
demos a los demás cuando hablamos, y la vayamos sembrando con buenas obras a lo
largo de esta Cuaresma, y medio de nuestras gentes.
Hablar
con Dios es el oficio de la fe. Si algo estamos perdiendo a
paso gigante es esto, la oración, el espacio destinado al encuentro
existencial, al diálogo con Aquel que da sentido a la vida y consistencia y luz
y fuerza. En el horario de cada día busquemos
salvaguardar un rato, un tiempo, para hablar con Dios como un
amigo con su amigo, para darle gracias, para alabarle, para pedirle, para
presentarle una queja y un gemido a los que nadie puede responder.
Hablar
con Dios para recordar sus maravillas con los hombres, las
grandes proezas que ha llevado a cabo en nuestra vida, su amable compañía, su
presencia.
Y
hablar con Él porque a veces se hace duro el vivir y sin
sentido, porque hay muchas preguntas que queman en los labios y en el corazón,
porque hay muchas cosas que no se entienden ni comprenden, porque nos abruma el
mal, y el propio pecado, y andamos desorientados y solos y tristes. Y queremos
saber porqué y queremos saber qué hacer y cómo vivir en medio de un mundo
hostil o complejo. Hablar con Dios porque no tenemos todas las preguntas y esta
ignorancia nos hace errar muchas veces. Orar para escucharle
a Él.
No hace falta marchar al desierto para vivir esto, muy al
contrario lo que se requiere es vivirlo en medio de nuestro mundo porque tenemos en nuestras manos una luz que no ha de esconderse sino
al contrario ha de exponerse para bien de todos los de la casa; y somos como la
sal que hace duraderos los alimentos y los da sabor, lo que necesitamos hoy
para que lo verdadero no se pierda y a la vez dé sentido y gracia a la vida del
hombre.
Hoy,
más que nunca, hemos de vivir una preparación para la Pascua en medio de la
ciudad, acompañando a nuestros hermanos, sosteniendo al débil, socorriendo al
que más lo necesita, orando de corazón por nuestro pueblo, dejando a un lado
nuestra pereza y nuestros individualismos, porque debemos estar todos en la
Mesa del Pan, pues vendra Él y nos dirá que quería pasar esta Pascua con
nosotros y no puede faltar ninguno de los que Él tanto ama.
Fuente: DeClausura