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Dominio publico |
En el Evangelio de este domingo, san
Lucas nos dice que Pedro, Santiago y Juan acompañaron a Jesús a un monte y él
se puso a orar. San Lucas, que no estaba allí, pero lo recogería directamente
del testimonio de los apóstoles presentes, nos cuenta que mientras oraba, “el
aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor” (Lucas 9,
29).
En el libro del Apocalipsis, san
Juan nos cuenta un conjunto de visiones que tuvo en la isla de Patmos, a la que
había sido desterrado por dar testimonio de Jesucristo. Al principio de dicho
libro, cuenta que, un domingo, fue arrebatado en un éxtasis y al darse la
vuelta vio “como un Hijo de hombre, vestido con una túnica talar (es decir, que
le bajaba hasta los talones), y ceñido en el pecho con un cinturón de oro. Su
cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como la nieve, y sus ojos
como llama de fuego (…) su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo”
(Apocalipsis 1, 12).
No es verosímil pensar que aquellos
tres niños, llamados Lucía, Jacinta y Francisco conocieran al detalle el pasaje
de la Transfiguración de Jesús, ni mucho menos el del Apocalipsis. Por eso
resulta tremendamente asombrosa su descripción de aquella Señora. Vieron lo que
contaron. No pudieron inventarlo para que cuadrara de una forma tan ajustada a
los otros relatos.
El relato de las apariciones de la
Virgen María en Fátima es un eco de lo que los tres apóstoles vieron en el
monte Tabor. ¿Qué vieron y cómo fue posible ver una humanidad tan llena de luz?
La imagen que Lucía utiliza en su relato de niña nos permite entenderlo un
poco. La Señora era como “un vaso de cristal, lleno de agua cristalina,
atravesado por los rayos del sol más ardiente”. Nuestra carne, nuestra
humanidad, es como un vaso que puede estar lleno del agua cristalina de la
verdad o de la oscuridad de la mentira y la doblez. Cuando el agua es
trasparente y el sol la ilumina, acoge para sí la luz del sol y la refleja.
Dios es luz y nuestra carne esta llamada a reproducir la trasparencia de la
carne espiritual de Jesucristo, de la misma forma que los pastorcillos de
Fátima lo vieron en la Virgen María.
Todos conocemos a personas
luminosas, verdaderas y sencillas que, cuando uno se encuentra con ellas,
parece que el día se ilumina. También a personas que portan una cierta
oscuridad, que son como opacas, que no dejan pasar la luz, que es absorbida por
un agujero negro de individualismo y egolatría. Al mirarnos a nosotros mismos,
reconocemos que la mayoría tenemos una mezcla, un poco de cada. Pero podemos
dejarnos ganar por la luz. Es mejor reflejarla que absorberla. Vivir en verdad
es, a veces, un poco más doloroso, pero seguro que es más luminoso. La humildad
y la verdad nos abren a la luz de Dios y nos permite reflejarla a los que están
a nuestro alrededor para hacerles la vida un poco más alegre y luminosa. No
perdamos la oportunidad que nos da este tiempo de cuaresma.
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia