Sabemos que la
desesperanza del perdón de los propios pecados ofende a Dios. Muchas veces en
el Diálogo, Dios insiste a santa Catalina de Siena sobre eso:
“Y con esta
misericordia puede, si él lo quiere, unirse a la esperanza. Sin esto, ningún
pecador escaparía a la desesperación, y por la desesperación encontraría con
los demonios la condenación eterna. Es mi misericordia la que, durante sus
vidas, les hace esperar mi perdón”.
“Porque este
pecado final de desesperación me ofende mucho más y les es mucho más mortal que
todos los otros pecados que hayan cometido. Pero no es la fragilidad de vuestra
naturaleza la que os mueve a la desesperación, porque no existe placer ni nada
comparable, sino un intolerable sufrimiento en ella".
Desesperarse
es desconfiar de Dios
"Alguien
que se desespera desprecia mi misericordia, haciendo que su pecado sea más
grande que la misericordia y la bondad.
Entonces si un
hombre cae en este pecado, y no se arrepiente, y no se siente verdaderamente
afligido por su ofensa contra mí como él debería, afligido más bien por su
propia pérdida que por la ofensa cometida contra mí, entonces recibe la
condenación eterna.
Mi misericordia
es mayor que todos los pecados que un hombre pueda cometer. Me entristece que
alguien considere sus faltas mayor que mi perdón. La desesperación es ese
pecado que no es perdonado ni en esta vida ni en la otra”.
El pecado
imperdonable
Cuando habla de
este, que es el “pecado contra el Espíritu Santo”, el Catecismo de
la Iglesia enseña que:
“No hay límites
a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus
pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo.
Semejante
endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna”.
CEC §1864
Siempre es
posible el perdón
Lo más
importante es entender y creer que:
“La Iglesia 'ha
recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la
remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo.
En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin
de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado'”.
No hay ninguna
falta, por grave que sea, que la Iglesia no pueda perdonar.
"No hay
nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de
sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón. Cristo, que ha
muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas
las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado”.
CEC § 982
Dios dijo a
santa Catalina que:
“Fue en la
despensa de la jerarquía eclesiástica donde guardé el Cuerpo y la Sangre de mi
Hijo”.
A quien desea
meditar con profundidad sobre este asunto de la confianza y misericordia de
Dios, puede ser de utilidad leer el libro de monseñor Ascânio Brandão, El Breviario de la Confianza (Ed. Cléofas,
2013).
El remedio,
la humildad
No sirve
enojarse con uno mismo y condenarse tras un pecado. Esto sería un mal mayor, es
orgullo refinado.
El remedio es
levantarse humildemente, aceptar con resignación la propia falta y buscar el
perdón en la misericordia infinita de Dios que nunca nos falta.
Cristo nos dejó
la Iglesia y la confesión para eso.
San Francisco de Sales enseñaba:
“Cuanto más
miserables nos sentimos, tanto más debemos confiar en la misericordia de Dios.
Porque entre la misericordia y la miseria hay un vínculo tan grande que una no
puede ejercerse sin la otra”.
“Sopesad
vuestros defectos con más dolor que indignación, con más humildad que severidad
y conservad el corazón lleno de un amor blando, sosegado y tierno”; y además
decía: “Es orgullo no conformarnos con nuestra debilidad y nuestra miseria”.
Dios a veces
permite nuestras caídas, como aconteció con san Pedro, para volvernos humildes.
Las faltas
pueden llevar a Dios
Es por nuestras
propias faltas que conocemos nuestra miseria y confiamos solo en Dios.
Judas y san
Pedro pecaron gravemente en la hora de la Pasión del Señor, pero Pedro no se
desesperó, fue humilde, confió en la misericordia de Jesús y se salvó; Judas
cayó en el remordimiento y se suicidó. La diferencia fue la confianza en la
misericordia de Jesús.
Es por eso que
santa Faustina recomendó tanto la Coronilla de la Divina Misericordia, que de ser posible
debe ser rezado frente al Santísimo Sacramento; y, de modo especial, frente a
los moribundos.
No podemos
olvidar que la alegría de Dios y de sus ángeles es ver a un pecador
arrepentido.
“Habrá más
alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve
justos que no necesitan de penitencia”.
Con qué alegría
Jesús perdonó a Magdalena, a la mujer adúltera, a la samaritana, a Zaqueo, y a
tantos otros.
“Las lágrimas
de los penitentes son tan preciosas, que son recogidas en la tierra para ser
elevadas al cielo, y su virtud es tan grande que se extiende hasta los
ángeles”, dijo Bossuet.
Los ángeles
estiman las lágrimas de arrepentimiento de los pecadores más que la de los
inocentes. La amargura del arrepentimiento tiene más valor para ellos que la
miel de la devoción.
Los
tropiezos enseñan a ser humildes
Cada tropiezo
es una gran ocasión que tenemos para aprender a ser humildes. San Alfonso
decía:
“Incluso los
pecados cometidos pueden contribuir a nuestra santificación, en la medida en
que su recuerdo nos haga más humildes, más agradecidos a las gracias que Dios
nos ha dado, después de tantas ofensas”.
En fin, la
humildad es la gran fuerza de quien quiere la santidad. Santa Teresa lo dijo:
“Quien posee
las virtudes de la humildad y el desapego bien puede luchar contra todo el
infierno junto y el mundo entero con sus seducciones”.
Esas dos
virtudes, dice la santa, tienen la propiedad de esconderse de quien las posee,
de manera que nunca las ve, ni se persuade de que las tiene, incluso
diciéndoselo. San Juan de la Cruz dijo:
“Visiones,
revelaciones, sentimientos celestiales y todo lo que se puede imaginar más
elevado, no valen tanto como el menor acto de humildad”.
Felipe Aquino
Fuente: Aleteia