Mons. César Franco en su homilía de despedida. Fuente: Diócesis de Segovia |
Queridos
diocesanos:
Al concluir
mi servicio episcopal en esta querida Diócesis, levanto mis ojos y mis manos a
Dios para darle gracias. Soy consciente de ser un siervo sobrepasado por el encargo
que Cristo y su Iglesia me han confiado. De ahí que solo en la celebración de
la
Eucaristía
pueda dar gracias como conviene a quien me ha hecho capaz para ejercer el ministerio
sacerdotal y episcopal. La Eucaristía edifica la Iglesia y, a lo largo de mi
vida, también me ha edificado a mí como pastor de la Iglesia. Si Jesús nos dice
que, al final de la jornada, debemos confesar que somos siervos inútiles, pues
sólo hemos hecho lo que debíamos, ¡cuánto más si se trata de 10 años en esta
Diócesis que el Señor quiso poner a mi cuidado!
Teniendo en
cuenta esta radical pobreza, pido, en primer lugar, a Dios perdón por mis
pecados y fallos durante este tiempo entre vosotros. Nunca he querido hacer mal
a nadie, pero, aun así, pido perdón por si a alguien he ofendido o molestado.
En este Año Jubilar de la esperanza, el perdón de Dios es gracia que desborda
nuestra fragilidad y la restaura con su poder infinito.
Quiero
también agradecer a toda la Diócesis la colaboración que para realizar los planes
pastorales cuyos frutos sólo Dios conoce en su plenitud. Unos siembran, otros cosechan
y Dios da el crecimiento. A su juicio me someto con confianza y con la certeza de
que es un buen pagador, aunque mi trabajo no haya estado a la altura de su providencia
y magnanimidad.
Extiendo mi
gratitud a quienes han sido mis más estrechos colaboradores, los sacerdotes y,
entre ellos, a los miembros del Consejo episcopal que, semana tras semana, me
han ayudado a discernir lo más conveniente para el bien de esta Iglesia.
Doy gracias
a los miembros de la Curia, de sus diversas delegaciones y secretariados y a todos
los que hacen posible que los organismos e instituciones diocesanos realicen su
al servicio del Pueblo de Dios. ¡Que Dios recompense vuestra entrega!
También agradezco
a los miembros de la vida consagrada y monástica y a los laicos comprometidos
en tareas eclesiales por su servicio incondicional a la Iglesia, cuya maternidad
expresan dando la vida cada día con fidelidad a sus carismas y ministerios.
A las
autoridades civiles, militares y académicas agradezco su colaboración y ayuda
en todo lo que afecta a la vida de la diócesis.
A mí me ha
llegado la hora del retiro, que lo acojo como una llamada de Dios a la oración
y a la escucha de su voluntad. Un cristiano, sea sacerdote u obispo, nunca se jubila
de la misión recibida. La ejerce de diversos modos.
En el
Evangelio de hoy, quiero descubrir, salvando siempre la distancia con Cristo,
pero acogiéndome a la connatural cercanía que supone la participación en su
propio ministerio, una imagen de esta etapa última de mi vida. Jesús, después
de predicar por ciudades y aldeas, sana a un leproso que le suplica quedar
limpio. Y el evangelista, al concluir su relato de la actividad de
Cristo, dice
de él que «solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración». Mi tiempo de retiro y de mayor dedicación a
la oración y a la Palabra de Dios será desde ahora el modo de vivir la unión
con Cristo al servicio de la Iglesia. Y lo haré unido a esta Diócesis a la que
el Señor me ha concedido servir con el Evangelio, con los sacramentos y el
cuidado pastoral.
Si Dios me
ha llamado a predicar el Evangelio y a sanar los corazones heridos, entiendo
que no espera de mí un retiro ocioso, sino dedicado al ejercicio de la oración
y de otras virtudes que, sin duda, he descuidado. Por ello, no es menor el
deseo de seguir dando mi vida por esta iglesia que el que traje hace diez años
con la encomienda de pastorearla en el nombre de Cristo. Sostenedme también
vosotros con vuestra oración que me hará más capaz de serviros con la mía. Y así
se cumplirá el deseo de Cristo: «Padre, que sean uno, como tú y yo somos uno».
Mantener la
unidad de la Iglesia es deber primordial del obispo que he procurado cumplir
con mi mejor voluntad y esfuerzo. Si Jesús se santificó a sí mismo para que
todos fueran uno, el siervo tiene que imitar a su Señor. En el texto proclamado
de la primera carta de Juan, el autor nos recuerda que la fe en Jesús como Hijo
de Dios vence al mundo, en cuanto entidad opuesta a Dios. Y de la venida de
Jesús a este mundo, que celebramos en este tiempo de Navidad a punto de
concluirse, dan testimonio el agua, la sangre y el Espíritu, que son los tres
agentes de la unidad de la Iglesia: el agua del bautismo, la sangre de la
alianza y el Espíritu de la santificación.
Al despedirme
de vosotros, quiero una vez más, como sucesor de los apóstoles, confesar la fe
que da sentido a mi vida y ministerio.
Creer en
Jesús, Hijo de Dios, es imposible sin el testimonio del Espíritu que nos capacita
para llamarlo «Señor»; es imposible también sin el testimonio de la fe bautismal,
por la que renacemos en el bautismo a una vida nueva que no es invento de los
hombres; e imposible es sin el testimonio de la sangre derramada en la cruz
como «sangre de la nueva alianza» que Dios ha sellado con su pueblo. Mi
servicio episcopal, en su radical fundamento, ha consistido en mantener la fe
de los segovianos mediante este triple testimonio «que Dios ha dado acerca de
su Hijo».
Y para que
no quede duda alguna de la importancia de este testimonio de Dios, añade san
Juan: «Este es el testimonio: Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida está
en su Hijo» (1 Jn 5,11). Para esto fui enviado a Segovia y por esto he
trabajado. He deseado trasmitir a los diocesanos la certeza de que la fe que
confesamos y testimoniamos en la vida cotidiana, nos asegura la vida eterna,
porque, como dice al apóstol, «quien tiene al Hijo, tiene la vida, quien no
tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn 5,12).
No es, por
tanto, indiferente creer o no creer en Jesús. El cristianismo no es una religión
más, ni una moral o filosofía de la vida. Se trata de vivir o no vivir para siempre;
tener la vida o estar en la muerte. Por eso, dice san Juan: «Os he escrito
estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis
cuenta de que tenéis vida eterna».
Si ya en los
orígenes del cristianismo era necesario recordar este contenido fundamental de
la fe cristiana, ¡cuánto más urgente es recordarlo hoy a quienes nos llamamos
cristianos, discípulos y misioneros de Cristo! La pastoral que no arranque de este
presupuesto ni tienda a este fin es una pastoral estéril.
La vida de
la Iglesia no es un producto humano. Es don de Dios que ha tomado la iniciativa
al enviarnos a su Hijo, a quien en la fiesta de mañana veremos descender a las aguas
del Jordán para ser investido con el poder del Espíritu y realizar su misión
redentora. Jesús, en cuanto hombre, recibe la unción del Espíritu para
comunicarla después a los suyos: en el Bautismo se sumerge en las aguas de la
muerte para resurgir como Hombre Nuevo y ofrecernos la posibilidad de ser
también nosotros, según su imagen, la nueva humanidad, rescatada por su sangre.
Mantener, por tanto, la unidad de la fe bautismal, que hemos bebido del único
Espíritu, y apropiarnos de su sangre redentora es la única forma posible de
evangelizar a nuestro mundo sin perder la conciencia de que, por pura gracia,
tenemos vida eterna.
Una y mil
veces daría mi vida para testimoniar esta verdad y me consideraría un traidor
al evangelio de Cristo si renunciara a proclamar lo recibido de la Iglesia y
darlo gratuitamente a los hombres. No renunciemos jamás, queridos diocesanos, a
proclamar, contra viento y marea, la fe que nos constituye como Iglesia,
comunidad de los salvados.
No
rebajemos, por una errónea actitud de acomodación a la mentalidad reinante, la verdad
que nos salva, la única que, según confesó Pedro en Cafarnaúm, nos conduce a la
vida eterna que Cristo nos ha alcanzado en su muerte y resurrección. Sólo así, configurados
con esta verdad y convencidos de su perenne actualidad, podremos mantenernos en
la presencia de Cristo con las lágrimas de Pedro por nuestros pecados, pero con
la fortaleza de María al pie de la cruz, sin avergonzarnos del evangelio de
Cristo.
Somos
siervos inútiles, ciertamente, pero siervos fieles a su Señor que nos ha
fortalecido con el poder de su testimonio.
Recientemente,
el papa Francisco ha dicho que la Iglesia es mujer. No se trata de una
concesión al feminismo actual, sino que se refiere a una condición esencial de
la Iglesia cuyo tipo perfecto es María, llamada por grandes teólogos «la
primera Iglesia».
Ella es la
mujer nueva, la Eva restaurada, la madre virgen que alumbra cada día a nuevos hijos
para la eternidad. Cada uno de nosotros participa de esta condición de la
Iglesia, pues Cristo, según dice el apóstol, nos ha desposado con él.
Por ello,
quiero dirigir la mirada a María, en esta preciosa catedral dedicada a su Asunción
a los cielos, como he hecho tantas veces, especialmente en la novena de la
Fuencisla, para dirigirle dos súplicas que surgen espontáneas en mi corazón:
Madre y Señora mía, cuida de esta iglesia edificada en la fe de Cristo,
mantenla siempre fiel al Evangelio, y concédele la gracia de que florezcan las
diversas vocaciones cristianas y, muy especialmente, la vocación sacerdotal que
haga posible la presencia de Cristo como pastor de su pueblo.
Y, en cuanto
a mí, mírame con ternura de madre para que, en esta última etapa de mi vida,
jamás me aparte de Cristo y viva cada día el gozo inmenso de la primera vez que
escuché su llamada para ir detrás de él y dar a los demás lo que tan
gratuitamente he recibido: la vida abundante que nos encamina a la eternidad.
Amén
+ César
Franco
Administrador
Apostólico
Fuente: Diócesis de Segovia