La Iglesia, Madre que nos cuida, y Maestra que nos instruye, nos conduce por el camino del poder más excelente, entendido como facultad para obrar el bien
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La palabra
‘poder’ tiene múltiples acepciones. La primera y más básica señala que es el
“tener expedita la facultad o potencia de hacer algo” (Real Academia Española).
Esta definición
no conlleva un juicio de valor acerca de tal facultad. Esto es posterior y
complementario a ella. Por ejemplo, el sicario, con un arma en la mano, tiene
poder para asesinar a una persona; la mamá tiene el poder para dar vida a su
hijo, o a quitársela con el aborto; y el político tiene poder para gestionar el
Bien común, o el de corromperse para obtener un provecho ilícito.
Dios nos dotó a
todos los seres humanos de facultades para obrar el bien. Ninguna de ellas
tiene por objeto el mal. Por ello, el poder en sí mismo es un don muy bueno y
necesario. Los lamentables casos de su mal uso no desvirtúan la facultad, sino
al facultado; es decir, a la persona que usa el poder para aplastar, destruir y
oprimir al prójimo.
El poder es uno
de los deseos más básicos del ser humano. Nadie en su sano juicio aspiraría a
la impotencia; es decir, a la incapacidad para hacer algo, pues es muy
frustrante el “querer y no poder”.
La Iglesia en
su Doctrina Social identifica este deseo, junto con el de la riqueza –ambos
llevadas de manera insana, como cuando se persiguen a toda costa y a cualquier
precio– como opuestas a la voluntad de Dios:
“Las acciones y
las posturas opuestas a la voluntad de Dios y al bien del prójimo y las
estructuras que éstas generan, parecen ser hoy sobre todo dos: ‘el afán de
ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el
propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas
actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: a
cualquier precio’”.
(Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 119,
citando a san Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 37).
El poder…
¿corrompe?
En la política
hay un refrán tan popular como errado que reza: “El poder corrompe, pero el
poder absoluto, corrompe absolutamente”. El pensamiento original, autoría del
historiador británico Lord Acton, refina en los términos siguientes: “El poder
tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
En efecto, la
tentación corruptora del poder es eso, una tentación, pero corresponde a cada
persona dejarse seducir por ella, al punto de considerarse omnipotente, o
conservar los pies sobre la tierra y asumir el poder en su más alto sentido,
como facultad para obrar el bien. Pues podemos llegar a una concepción
existencial del poder en sintonía con el valor y dignidad humanas, orientándolo
al Bien común.
El sentido
cristiano del poder
La Iglesia en
su Doctrina Social enseña que el poder es para dominar la creación, no al
hombre mismo. En este sentido, el poder es para servir conforme a la voluntad
de Dios y a su divino ejemplo:
“Dios confía a
la primera pareja humana la tarea de someter la tierra y de dominar todo ser
viviente (cf. Gn 1,28). El dominio del hombre sobre los demás seres vivos, sin
embargo, no debe ser despótico e irracional; al contrario, él debe 'cultivar y
custodiar' (cf. Gn 2,15) los bienes creados por Dios: bienes que el hombre no
ha creado sino que ha recibido como un don precioso, confiado a su
responsabilidad por el Creador”
(Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia –CDSI–, n. 255).
Omnipotente
Dios es el
único ser omnipotente. Tal atributo es exclusivo de Él. A nosotros nos
corresponde el someter nuestra pobre e imperfecta voluntad a la suya. No hay
aspiración más conveniente que esta.
Jesús, siendo
Dios y, por lo tanto, Señor de los cielos y la tierra, decidió redimirnos con
un acto de amor. Su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección dan prueba
de ello. Prefirió ello a un acto de poder soberano. Y no es que le faltara
facultad para hacerlo, sino que quiso hacerlo así —haciéndose uno con nosotros—
para manifestarnos y darnos prueba de su amor infinito. En efecto,
Cristo, “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;
sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a
sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 2, 6-8).
El poder
público
La Doctrina
Social de la Iglesia señala la natural vocación de servicio que representa el
poder público. En efecto, el Servidor público está obligado en conciencia a
ejercer su función con el fin de proveer bienestar al pueblo al que sirve. En
este sentido, afirma:
“Quienes tienen
responsabilidades políticas no deben olvidar o subestimar la dimensión moral de
la representación, que consiste en el compromiso de compartir el destino del
pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales. En esta perspectiva,
una autoridad responsable significa también una autoridad ejercida mediante el
recurso a las virtudes que favorecen la práctica del poder con espíritu de
servicio (paciencia, modestia, moderación, caridad, generosidad); una autoridad
ejercida por personas capaces de asumir auténticamente como finalidad de su
actuación el bien común y no el prestigio o el logro de ventajas personales”
(CDSI, n. 410).
Y con respecto
a los ciudadanos, la Iglesia enseña la obligación moral de respetar a la
autoridad pública y colaborar con ella en orden al Bien común. “Jesús rechaza
el poder opresivo y despótico de los jefes sobre las Naciones (cf. Mc 10,42) y
su pretensión de hacerse llamar benefactores (cf. Lc 22,25), pero jamás rechaza
directamente las autoridades de su tiempo. En la diatriba sobre el pago del
tributo al César (cf. Mc 12,13-17; Mt 22,15-22; Lc 20,20-26), afirma que es
necesario dar a Dios lo que es de Dios (…)” (CDSI, n. 379).
Autoritarismo
Pero cuando el
poder se convierte en obsesión de control y dominación, surgen los
autoritarismos opresores y las dictaduras tiránicas que aplastan la democracia
y a cualquier opositor. La Iglesia en su Doctrina Social ofrece palabras muy
severas:
“Cuando el
poder humano se extralimita del orden querido por Dios, se auto-diviniza y
reclama absoluta sumisión: se convierte entonces en la Bestia del Apocalipsis,
imagen del poder imperial perseguidor, ebrio de 'la sangre de los santos y la
sangre de los mártires de Jesús' (Ap 17,6). La Bestia tiene a su servicio al
'falso profeta' (Ap 19,20), que mueve a los hombres a adorarla con portentos
que seducen. Esta visión señala proféticamente todas las insidias usadas por
Satanás para gobernar a los hombres, insinuándose en su espíritu con la
mentira. Pero Cristo es el Cordero Vencedor de todo poder que en el curso de la
historia humana se absolutiza. Frente a este poder, san Juan recomienda la
resistencia de los mártires: de este modo los creyentes dan testimonio de que
el poder corrupto y satánico ha sido vencido, porque no tiene ninguna
influencia sobre ellos” (CDSI, n. 382).
Luís Carlos Frías
Fuente: Aleteia