La
distracción no voluntaria no aparta al alma de Dios
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| Dominio público |
Esa inconstancia tiene su origen en la
inteligencia y engendra, cuando no se combate, la apatía de la voluntad, y
termina infaliblemente en la tibieza.
El espíritu liviano es lo opuesto al
espíritu reflexivo. La inteligencia superficial no permite a las idea penetrar
en uno y echar raíces.
Además, como está completamente cubierta
por los bosques de los pensamientos vanos, de las preocupaciones fútiles y de
los apegos a las cosas creadas, la semilla de la gracia, apenas recibida, es
ahogada.
Un alma liviana vive en la superficie de
las cosas. Incluso durante la oración, no reflexiona, no penetra en la verdad
propuesta, no toma en consideración las cosas del más allá. No se toma en serio
ni su propia salvación.
Pero no hay que confundir un alma liviana
con las almas sinceras que quieren rezar pero que se dejan llevar por las
distracciones involuntarias. Estas frecuentemente sufren bastante y a veces se
dejan llevar por el desánimo.
Los más grandes santos tenían distracciones
del espíritu y de la imaginación, pero, como dijo Casiano, no le daban más
importancia que a las moscas que volaban a su alrededor.
Muchas veces, las almas inexpertas creen
que rezan mal porque su espíritu se distrae. No saben que las distracciones son una consecuencia de
nuestra inestabilidad natural.
Recibimos de Dios una voluntad libre. Es
la soberana de las demás facultades, pero su imperio es imperfecto. Tiene poco
poder sobre la imaginación, no puede evitar evocar las imágenes, los recuerdos
del pasado, no puede tampoco imponer siempre un objetivo a la inteligencia.
Nuestra inteligencia, por otro lado,
también es limitada. Cuando está totalmente absorbida por una tarea, no la deja
fácilmente para acometer otra. Sin duda, nuestra inteligencia es una facultad
espiritual, pero toma su objetivo de los sentidos, de la imaginación.
A esto hay que añadir que un gran número
de distracciones proceden de la enfermedad, de la indisposición, de la fatiga
del cuerpo. Cuando se ablanda, o está cansado, o simplemente de mal humor, el
alma no se puede servir de él a su voluntad. Entonces comienzan las
distracciones.
¿Cómo hacer?
Ante todo, de nada sirve exasperarse
contra uno mismo, impacientarse o afligirse. Ni el cuerpo ni el alma son responsables de las distracciones.
Es necesario transformar la necesidad en
virtud, aceptar el propio estado de impotencia y convertirlo en una ocasión para la humildad.
Aparte de eso, hay que luchar contra las
distracciones. Cuando
nos damos cuenta de que la inteligencia o la imaginación huyen, hay que
reconducirlas con mansedumbre, pero con decisión. Si es necesario, volvamos a empezar cien
veces una meditación, sin quejarnos ni lamentarnos.
Debemos ser conscientes de que lo único
que desagrada a Dios es la voluntad que se aparta voluntariamente de Él.
La distracción no voluntaria no aparta al
alma de Dios. No son las ideas las que agradan a Dios, sino la conformidad de
nuestra voluntad con la suya.
Ante Dios sólo la voluntad vale, para bien y para mal. Quien no llega a
comprender ese principio, nunca tendrá paz.
Si fuese voluntad de Dios ser servido sin
distracciones, nos habría dado una naturaleza semejante a la de los ángeles,
una naturaleza espiritual libre de las necesidades del cuerpo y libre de toda
impresión sensible. No lo ha querido así, sino que quiso ser amado por una
criatura hecha de barro.
Quejarse, afligirse, significaría un
deseo de ser diferente, y una cierta vergüenza de estar sujeto a las
debilidades humanas, que en el fondo ofende a Dios, que nos hizo como somos.
Fuente: Aleteia
