El mes de noviembre está especialmente dedicado a la oración por los difuntos, elemento constitutivo de la piedad judía y cristiana tal como aparece en la Biblia.
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La Palabra de Dios y la Tradición de la Iglesia nos dicen, sin embargo, que hay un estado, llamado «intermedio», entre este mundo y la bienaventuranza eterna, donde el hombre se purifica de todo lo que el pecado ha deteriorado en su condición de hijo de Dios. Ese estado se llama «purgatorio», es decir, lugar de purificación.
No
se trata de ningún lugar físico ni podemos representarlo con imágenes del
pasado, que centraban la atención en el sufrimiento y no en la esperanza de
saberse ya salvados. Tampoco las ideas sobre el tiempo que se permanece en ese
estado son adecuadas dado que, superadas las categorías del espacio y del
tiempo con la muerte, la vida del más allá no es una simple continuidad de lo
vivido en la tierra.
El significado fundamental del «purgatorio» es la certeza de que el hombre que ha muerto en amistad con Dios está salvado definitivamente, aunque, según su estado ante Dios en el momento de su muerte (que sólo Dios conoce), necesite ser purificado para entrar en su gloria. Por eso, cuando hablamos de la Iglesia, distinguimos entre la Iglesia peregrina, la Iglesia purgante, que anhela la visión de Dios, y la Iglesia triunfante, es decir, los moradores del cielo.
Esta división no significa separación entre unos y otros, porque todos formamos
la única Iglesia de Cristo: unos estamos en camino; otros esperan llegar a la
meta; y otros ya la han alcanzado. Y entre todos se da la comunión en Cristo.
Esta comunión se hace eficaz mediante la oración. Nos encomendamos a nuestros
hermanos del cielo para que intercedan por nosotros; y los que caminamos aún en
la tierra ofrecemos oraciones y ofrendas por quienes se purifican de lo que el
papa Francisco, en su bula del Jubileo para el año 2025, llama «los efectos residuales del pecado» (Spes
non confundit, 23), que son removidos por la gracia de Cristo y por la
oración de la Iglesia.
De ahí que la oración por los difuntos sea una exigencia de la caridad, de la piedad y de la justicia. De caridad, porque el amor a nuestros difuntos no se ha roto con la muerte. Permanece vivo en nuestra experiencia vital y en la certeza del reencuentro; de piedad, porque forma parte de nuestra fe la convicción de que Dios escucha nuestra plegarias y las hace eficaces; y de la justicia, porque el hecho del bautismo nos une con lazos que van más allá de la muerte.
Y es justo orar por nuestros hermanos que esperan
llegar a la patria definitiva. En su lecho de muerte, santa Mónica, madre de
san Agustín, le pedía sólo una cosa: que la tuviera presente siempre ante el
altar del Señor. Y en la eucaristía que celebramos cada día, pedimos a Cristo
que se acuerde de aquellos por quienes ofrecemos el sacrificio del altar. Si lo
vemos desde esta perspectiva, superaremos cualquier concepto mercantilista de
las indulgencias, de las limosnas por los difuntos y de otras prácticas de
piedad que se explican plenamente si entendemos que la Iglesia es una comunión
de santos en la que no hay barreras entre vivos y muertos porque, según dice la
Biblia, Dios es un Dios de vivos pues para él todos viven.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia