EL TRIUNFO
SOBRE LA MUERTE
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Dominio publico |
I. La muerte,
consecuencia del pecado. De esta vida sólo nos llevaremos el mérito de las
buenas obras y el débito de los pecados.
II. Sentido cristiano de
la muerte.
III. Frutos de la
meditación sobre las postrimerías.
«Les dijo también una parábola:
—¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No
está el discípulo por encima del maestro; todo aquél que esté bien instruido
podrá ser como su maestro.» ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano
y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu
hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú
mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y
entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.» Porque
no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto.
Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni
se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón
saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del
corazón habla su boca..» (Lucas 6, 39-45)
I.
Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la Misa que cuando el cuerpo
resucitado y glorioso se revista de inmortalidad, la muerte será
definitivamente vencida. Entonces podremos preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el
pecado... Fue el pecado quien introdujo la muerte en el mundo.
Cuando
Dios creó al hombre, junto con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó
también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre
ellos figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros primeros padres
debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen llevó
consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la inmortalidad. La
muerte, estipendio y paga del pecado, entró en un mundo que había sido
concebido para la vida. La Revelación nos enseña que Dios no hizo la muerte ni
se goza en la pérdida de los vivientes.
Pero, con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el justo y el
impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el
que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca. El que jura, lo mismo que
el que teme el juramento. De igual modo se reducen a pavesas y a cenizas
hombres y animales». Todo lo material se acabará: cada cosa a su hora. El mundo
corpóreo y cuanto existe en él está abocado a un fin. También nosotros.
Con
la muerte, el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la
parábola, el Señor dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y
comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado?. Cada uno
llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito de sus
pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya desde ahora
dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los
acompañan. Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna,
según advertía el Señor: luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar. Con
la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda en la
amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia por toda la eternidad.
La meditación de nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la
tibieza, ante la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a
las cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a santificar
el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer.
Recordamos hoy que somos barro que perece, pero también sabemos que hemos sido
creados para la eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios
cuerpos resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos
llena de alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.
II. Con la Resurrección de
Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste
quien la tiene bajo su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en
que estamos unidos a Aquel posee las llaves de la muerte. La auténtica muerte
la constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma separada de
Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es menos
importante y, además, provisional.
Quien
cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en
mí no morirá jamás. «En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido
arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe
puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres
afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del dolor.
Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y siguen
siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que
serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de
Jesucristo, nuestro Redentor».
El
materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al
negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia
de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las
conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que se hayan
dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno
que quienes vengan detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: No
temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al
que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno. Éste es el santo temor de Dios,
que tanto nos puede ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado.
Para
toda criatura, la muerte es un trance difícil, pero después de la Redención
obrada por Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta.
Ya no es sólo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado como
justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la entrega en manos
de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al Padre; el paso a una vida
nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a Cristo, podremos decir con el
Salmista: aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno,
porque Tú estás conmigo. Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen
de la firme esperanza en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la
naturaleza humana, con sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por
su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a
aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre. Por eso
enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de Cristo»: por ella
podemos alcanzar la Vida.
La
incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia
divina y a ser muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en
servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener
presente, y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor
es un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios quien
nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de mi Padre...!
La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos
de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el
encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de
esta vida. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque
Tú estás conmigo.
III. La Iglesia recomienda
la meditación de los Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos
frutos. El pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos
que el Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones nobles...
Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en el lugar que les
corresponde, y a santificar todas las realidades terrenas, con las que hemos de
ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo, un familiar, una persona querida,
puede ser un momento oportuno, entre otros, para llevar a nuestra consideración
estas verdades ineludibles.
El Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón en la
noche, y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno.
Aferrarse
a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas tan pronto sería un grave
error. Hemos de caminar con los pies en la tierra, estamos en medio del mundo y
a eso nos llama la vocación de cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes
que tienen la vista en Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos
vivir todos los días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen -muy
deprisa- hacia el encuentro de Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él,
cada tarde nos encontramos más cerca.
Por
eso viviremos como si el Señor fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en
que quiso dejar el Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada
jornada como si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a «cambiar de
casa». De todas formas, ese día «no puede estar muy lejos»; cualquier día puede
ser el último. Hoy han muerto miles de personas en circunstancias diversísimas;
posiblemente, muchas jamás imaginaron que ya no tendrían más tiempo para
merecer. Cada día nuestro es una hoja en blanco en la que podemos escribir
maravillas o llenarla de errores y manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan
para el final del libro, que un día verá nuestro Señor.
La
amistad con Jesucristo, el amor a nuestra Madre María, el sentido cristiano con
que nos hemos empeñado en vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad
nuestro encuentro definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte,
que tuvo a su lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de
este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con
nuestro Padre Dios.
San
Pablo se despide de los primeros cristianos de Corinto con estas palabras
consoladoras con las que termina la Primera lectura. Podemos considerarlas
nosotros como dirigidas a cada uno en particular: Por tanto, amados hermanos
míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del
Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es en vano en el Señor.
Madre
nuestra -acudimos, para terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima-,
alcánzanos de tu Hijo la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en
todos nuestros quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la
eternidad: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en
la hora de nuestra muerte. Amén.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.