José Eduardo relata los crudos episodios de la revolución en que participó y cómo halló la paz
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José Eduardo,
salvadoreño de 60 años, está casado desde hace 31, tiene dos hijos y desde que
tiene 14 pertenece al Camino Neocatecumenal. Pero su involucración en el
movimiento no fue nada convencional. Como ha relatado recientemente en el
podcast No tengo ni idea, del canal Gospa Arts,
los únicos recuerdos que tiene de su infancia y primera
adolescencia son los más crudos de una Guerra Fría que, en
cierta forma, protagonizó como guerrillero revolucionario. La
Iglesia y la comunidad, dice, "me salvaron la vida".
El Salvador,
1973. La Guerra de las Cien Horas con Honduras ha concluido. Los gobiernos
militares llevan vigentes desde 1931, tratando de encauzar una
sucesión de crisis y levantamientos populares armados que parecen no tener fin.
A comienzos de los 70, el 80% de la riqueza se concentraba en
un 10% de la población, y el regreso a su país de los miles de salvadoreños
trasladados en Honduras no hizo sino aumentar la tensión. El
Salvador era un hervidero social y el bloque soviético no
iba a desaprovechar la oportunidad de incorporar un nuevo satélite en América.
Una miríada de agrupaciones revolucionarias comenzaron a surgir y preparar en
las recónditas selvas del país el inicio de una guerrilla que enfrentó a la
Alianza gubernamental con el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional.
La guerra, que
dejó como cómputo unos 75.000 muertos entre 1979 y 1991 estaba
cerca de estallar cuando José Eduardo, con solo 13 años, asistió a los primeros
conatos del conflicto. Como hijo de un acérrimo militante comunista,
acostumbraba a acompañar a su padre a las reuniones del partido. No tardó en
quedar fascinado por los llamados "campamentos de concienciación",
donde miles de jóvenes empezaban a recibir el adiestramiento doctrinal,
físico y militar para la revolución.
En la
revolución: "Creía que estaba haciendo justicia"
Testigo de
la pobreza generalizada y tras haber visto morir a niños y
vecinos por la escasez, admite que nadie tenía que convencerle de nada.
Inscrito en los "campamentos", fue formado para integrar la guerrilla
contra el gobierno y pronto comenzó a participar en escaramuzas y sabotajes, o
como lo llamaban, "los preparativos para la guerra popular".
"Estaba convencido de estar haciendo justicia", remarca.
Tendría 14 años
cuando recibió su primera herida de guerra, cuando vio morir a su novia de un
tiro en sus brazos y cuando, al fin, participó en la guerra contra el
gobierno, muy diferente a las escaramuzas que conocía.
"Recuerdo
el miedo, toda la noche cayendo las ramas por donde pasaban las balas como
luces, pasar toda una noche bajo la raíz de un árbol y las balas y los tiros
por todos lados", relata. En los campamentos había recibido instrucción
para controlar el pánico, pero mirar la muerte a la cara era
diferente.
Finalmente, la
ayuda militar proveniente de Estados Unidos llevó al ejército gubernamental a
imponerse sobre los primeros sofocos. El campamento del joven salvadoreño quedó
destruido, los guerrilleros quedaron dispersos y sin darse cuenta, cruzó
la frontera a Honduras huyendo de la muerte.
"Totalmente
ateo", salvado por un sacerdote
"Llegamos
a una parroquia y el cura nos acogió. Nos metió en unos camiones y gracias
a él volvimos a San Salvador. Lo primero que hice fue ponerme en contacto con
el Partido y me mandaron con una familia, cerca de la parroquia salesiana María
Auxiliadora, sin poder salir de la casa", relata.
Pasaban los
días y José Eduardo y sus dos compañeros tan solo salían a hacer algo de
gimnasia de madrugada, cuando nadie podía preguntarse quienes eran. Su tiempo
de ejercicio terminaba con el comienzo de las clases en el colegio más cercano,
pero también con la primera misa de la parroquia, que captó su atención.
Criado sin más
formación religiosa que la impartida por su abuela a cambio de alguna paga,
admite que "no tenía ningún deseo de trascendencia" y que era "totalmente
ateo". Pero el tedio de las largas horas encerrados en el "piso
franco" del partido acabó pesando más y preguntó a Antonio, el hombre del
Partido que custodiaba la casa, si podían aceptar la invitación del
párroco e ir a misa como lectores.
En misa con
la "uzi", granadas y pistolas
"Haced lo
que queráis, pero id armados", les dijo. La orden del Partido
era "morir matando", y debían estar preparados para cualquier
cosa. Así que el guerrillero empezó a ir a misa cada domingo, acompañado
siempre de una mochila con una magnum, un par de granadas,
cargadores y el icónico subfusil uzi.
A las misas
pronto se sumó su asistencia a catequesis, justo en el momento en
que se fundaba precisamente en su parroquia la primera comunidad del
Camino Neocatecumenal. "Id donde queráis siempre que vayáis
armados y no salgáis de la zona", le respondieron de nuevo. Lo mismo
ocurrió con la primera convivencia a la que le invitaron, de tres días de
duración.
El guerrillero
fue testigo directo de un suceso que marcó la historia del país. Quedaba solo
un día para concluir la catequesis y dar paso a la "entrega de la
Palabra", una ceremonia en la que el obispo de la diócesis entrega una
Biblia a los catecúmenos. Era un 24 de marzo de 1980, y estaba previsto que
presidiese la ceremonia el obispo Óscar Arnulfo Romero, cuando
llegó el sacristán entre lágrimas. "Lo han matado", anunció.
Aquel día es
por muchos considerado como el inicio formal de la guerra civil en
El Salvador.
Entrevista
completa a José Eduardo:
Conociendo
el Camino: "El amor fue lo que me atrajo"
Rememorando su
primera convivencia en el Camino, recuerda que, como en misa, también llevó
todo su arsenal. Tenía 15 años y seguía "sin creer en nada" pero, sin
darse cuenta, empezaba a ser considerado un miembro de pleno derecho en la
comunidad cristiana.
"Algo
empezó a entrar en mi corazón, sin darme cuenta. Fue el amor entre los
hermanos. No tenía amigos, mi familia era muy desestructurada y no tenía una
figura materna, solo a los compañeros de la guerrilla. Por eso, al no
conocer el calor de la familia o de la madre, ahí sentí un cariño especial",
relata.
Recuerda una
imagen, cuando en plena misa se le cayó la pistola, como ejemplo del
"milagro moral" que protagonizó. "Mis hermanos lo veían y no me
decían nada. Me querían tal y como era. El amor fue lo que me atrajo.
El milagro moral es que ahí había una comunidad queriéndote permanentemente, y
tu a ellos. No me sentí juzgado y todos sabían donde estaba. Ahí empezó otra
etapa. El Señor me había acogido", comenta.
Tras un
complejo proceso de "desintoxicación" ideológica, el guerrillero
volvió a ser llamado al combate. Recuerda un profundo conflicto
interior, "no porque me hubiese convertido, sino por el sentimiento, por
haber tenido una relación con ellos, un cariño especial".
Pero volvió a
la guerra, y en esta ocasión fue más cruda que nunca. Ahora los guerrilleros
tenían nuevos y mejores armamentos, la M16 o tanques entre otros, pero el
gobierno también contaba con ayuda.
"Una
bestia" rescatada: entre balazos, cadáveres y tripas
Recuerda
aquella nueva guerra como el momento que más miedo pasó. Ahora el conflicto era
"una guerra convencional", viendo caer a guerrilleros a su
lado o a los enemigos a los que disparaba, empezando a ser consciente
de "hasta qué punto se pierde el concepto de persona" en la guerra.
"Ya no
tienes ni miedo, y mucho menos escrúpulos. Te daba igual. Perdía hasta los
sentimientos al recoger a mis compañeros, a veces las tripas o trozos colgando
de las bombas. Si sales de ahí sin nada que te ablande, eres una bestia",
explica.
Pero a él le
esperaban. Gracias a Dios, dice, "el Señor me rescató y ablandó el
corazón". Tras cuatro meses en la guerrilla, derrotados pero vivo de
nuevo, José Eduardo volvió a su comunidad. Sintiéndose parte de ella, recuerda
que continuaba sin creer tras su regreso. Hasta que un día, en una catequesis,
y aún sin poder explicarlo por completo, experimentó un torrente de fe que
compara al fluir del agua en una presa totalmente abierta.
"Sin la
Iglesia no estaría vivo"
"Entendí
sin entender. Se me abrió un panorama en el que no podía unir el puzle,
pero lo entendí. Experimenté la conversión a través de una palabra. Había visto
los signos, el amor entre hermanos, la forma en que me acogió la Iglesia, pero
ese día fue mi conversión. Escuché que Dios me quería como era",
explica.
El momento
decisivo fue la primera confesión en su vida, sin saber
acusarse de mucho más que de haber acudido a la guerra de forma voluntaria o
haberse dejado llevar por el "odio y ansia de matar". Aún recuerda
entre lágrimas la respuesta del sacerdote: "Tú no tienes ningún pecado,
porque eras un niño. Has sido víctima de la historia y tú eres
de los inocentes. No ha sido tu culpa".
Aquella
confesión sería el cambio definitivo en una vida que continuó primero en el
exilio en Panamá y después al casarse, hace ya 31 años, y tener sus dos hijos.
"Para mí,
todo ha sido un regalo y una bendición. Mis hijos, mi matrimonio, mi comunidad,
estar en la Iglesia… Sin la Iglesia no estaría vivo y sin ella
no puedo vivir. Si soy feliz, no es por haber pasado del tercer al primer
mundo o por estar ahora relativamente bien, sino porque me he encontrado con
Jesucristo", concluye.
J. M. C.
Fuente: Religión en Libertad