Desde 1915, en
Filadelfia, un grupo de religiosas dedica su vida a la adoración perpetua del
Santísimo Sacramento.
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Captura de imagen. Dominio público |
«Si viene de Dios,
todo irá bien y daremos gracias por la gracia divina; si el resultado es
negativo, nos golpearemos el pecho para reconocer que no éramos dignos de
ella». Esta fórmula de discernimiento, sencilla pero profunda, fue el eje vital
del sacerdote alemán Arnold Janssen, fundador de tres congregaciones religiosas
y gran devoto del Espíritu Santo.
Nacido en 1837 y
fallecido en 1909, Janssen fue ordenado sacerdote a los 24 años. Pronto
comprendió, sobre todo en la oración y la adoración, que su misión era formar
sacerdotes para la evangelización en tierras extranjeras. En 1875 fundó en un
pequeño pueblo de los Países Bajos un seminario misionero, marcando así el
nacimiento de la Sociedad del Verbo Divino, cuya fecha fundacional se celebra
el 8 de septiembre.
Del carisma de este
santo surgieron también las Siervas Misioneras del Espíritu Santo y las Siervas
del Espíritu Santo de la Adoración Perpetua, conocidas popularmente como monjas
rosas. Estas últimas, presentes en Filadelfia desde 1915, adoran de forma
ininterrumpida al Santísimo Sacramento. Lejos de ser un gesto simbólico o
ingenuo, su vida contemplativa es el motor espiritual que sustenta la labor
misionera de la Iglesia.
«Desde su fundación en
1896, las Siervas del Espíritu Santo de la Adoración Perpetua tienen como
misión sostener con su oración la perseverancia de misioneros y sacerdotes en
todo el mundo», recoge el medio Religion en libertad. Su carácter
es plenamente contemplativo y, allí donde establecen una comunidad, se
comprometen a mantener la adoración perpetua. La actual superiora del convento
de Filadelfia, sor Mary Amatrix, explicó al National Catholic Register que
«sabía que la oración lograría la obra más eficazmente que la sola acción.
Tenía una gran devoción al Espíritu Santo».
Hoy, este «batallón de
oración» continúa su misión desde Filadelfia, con un relevo cada treinta
minutos ante el Santísimo. Numerosos fieles confían a estas religiosas rosas
sus intenciones, enfermedades, sufrimientos y crisis espirituales. Ellas lo
presentan todo al corazón de la Misericordia, a Jesús presente en la Eucaristía.
El color rosa de su hábito —símbolo litúrgico de la alegría y de la cercanía de
la Pascua— las identifica como signo de esperanza en medio del dolor.
Su silenciosa labor
sigue alimentando la fe de muchos y demuestra que la contemplación puede ser
una fuerza poderosa en tiempos de confusión y de pérdida de sentido. Una
estrategia espiritual al alcance de todos, incluso de quienes viven entre
prisas y compromisos.
Fuente: Il Timone/InfoCatólica