Hace algunos años me acerqué a un confesionario en la cripta de la iglesia de la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción en Washington, DC. Fue allí donde sucedió algo un tanto milagroso, o al menos eso fue lo que me pareció
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Bernard Gagnon-CC |
Yo era un
visitante habitual de la iglesia de la cripta para confesarme y asistir a misa.
Sin embargo, ese día en particular, también estaba allí para orar por un amigo
cercano de mi infancia que había fallecido recientemente e inesperadamente.
Mi amigo se
había convertido en un entusiasta escalador de montañas y se había embarcado en
una aventura para escalar una de las montañas más altas del mundo en Pakistán.
Algún tiempo después, recibí una llamada telefónica en la que me decían que
había desaparecido tras una avalancha. Poco después, nuestros peores temores se
confirmaron.
Su muerte me
causaba angustia no sólo por el dolor, sino también porque sabía que había
muerto separado de la Iglesia.
Después de
rezar ante el Santísimo Sacramento, me fui a confesar. Una vez confesados mis pecados, hablé con el sacerdote sobre mis preocupaciones por mi amigo. Nunca
le mencioné al Padre quién era ni
qué había
sucedido. Solo le dije que había muerto fuera
de la Iglesia y le pregunté si debía rezar
por él. Su respuesta me sorprendió.
En parte, dijo:
“A veces tomo el periódico y leo, por ejemplo, sobre personas que murieron
mientras escalaban montañas en Pakistán, y sí, rezo por ellos”.
Lo tomé como
una intervención milagrosa de Cristo en el sacramento y como una respuesta
directa a mi amigo. Estoy seguro de que el sacerdote desconocido no tenía idea
de las palabras proféticas que acababa de dirigirme.
Como creyentes,
sabemos que Dios siempre escucha nuestras oraciones, aunque a veces no lo
parezca. Como católicos, también sabemos que Dios está presente de manera
especial en los sacramentos. El sacerdote trabaja in persona Christi
Capitis, en la persona de Cristo cabeza, o como enseña la Iglesia, “ es
Cristo mismo quien está presente” ( CIC 1548 ).
Es de gran
consuelo en la confesión —el sacramento de la divina misericordia— cuando
tenemos la bendición de escuchar esas palabras tan reconfortantes de
Jesús: «Hijo mío, tus pecados te son perdonados». ( CIC 1484 )
Las palabras
del sacerdote aquel día tuvieron en mí diversos efectos. En primer lugar, me
confirmaron con fuerza la eficacia del sacramento: Cristo está realmente
presente y perdona de verdad.
También me
afirmaron que estamos llamados a ser intercesores, por nuestra familia y
nuestros amigos, y en definitiva, por todos aquellos que se nos han confiado.
Este es nuestro privilegio y nuestra importante responsabilidad como
cristianos.
Por último, me
recordó que no debemos juzgar, sino más bien, confiar a todos, mediante la
oración y el sacrificio, a la divina misericordia de Dios. Incluso hoy, años
después, rezo por el descanso eterno de mi amigo.
Brian Kranick
Fuente: Aleteia