El sello de la confesión es una de las principales armas del sacerdote para frustrar los planes de Satanás
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El difunto
cardenal Francis George de Chicago dijo una vez que los encuentros que tienen
lugar en el sacramento de la penitencia
son “las conversaciones más importantes del planeta”. Tenía razón. Las
conversaciones más importantes de nuestro mundo no ocurren en las salas de
juntas ni en los tribunales. No tienen lugar en la Oficina Oval ni en las
cámaras del parlamento. Suceden en el confesionario.
Estas
conversaciones tienen como efecto la salvación de la raza humana. En estas
reuniones, el poder de la Sangre de Jesús transforma a los pecadores contritos
en santos. Puesto que en la confesión ocurre algo de valor infinito, se
requiere un nivel único de protección. Esto es lo que la Iglesia llama el secreto
de la confesión .
Historia
En la Iglesia
primitiva, el sacramento de la Reconciliación se administraba comunitariamente;
los pecadores graves confesaban sus pecados públicamente y realizaban los actos
de satisfacción necesarios para finalmente –a veces después de meses o años de
penitencia– reconciliarse con Dios y su Iglesia.
A medida que la
Iglesia fue creciendo, sus ritos eclesiásticos se fueron desarrollando. Si bien
la penitencia pública continuó, la confesión de pecados particulares solía
tener lugar en privado. En el siglo IV, San Ambrosio fue elogiado por su papel
como discreto ministro de la misericordia con estas palabras:
“Pero de las
transgresiones que el penitente confesaba, no hablaba a nadie sino a Dios, ante
quien intercedía, dejando un bello ejemplo a los futuros sacerdotes, para que
fueran intercesores ante Dios más bien que acusadores ante los hombres.”
Un siglo
después, el Papa San León Magno condenó célebremente la práctica de leer en voz
alta la lista de pecados cometidos por quienes hacían penitencia pública. Los
santos de la Iglesia comprendieron que los pecados que se le decían a Dios en
la privacidad de la confesión debían quedar sellados por un secreto
sobrenatural.
La
penitencia privada se convierte en la norma
Hacia finales
del siglo VI, San Columbano y sus compañeros monjes misioneros popularizaron la
práctica de la penitencia privada. A medida que la confesión privada se
convirtió en la norma en toda la cristiandad, se formalizó el secreto
privilegiado de las conversaciones sacramentales.
A principios
del segundo milenio cristiano, la ley de la Iglesia establecía graves
consecuencias para los sacerdotes que revelaran los pecados de los penitentes a
otros.
En 1215, el
Cuarto Concilio de Letrán enseñó:
“Quienquiera
que se atreva a revelar un pecado que le haya sido descubierto en el tribunal
de la penitencia, decretamos que no sólo sea depuesto del oficio sacerdotal,
sino que también sea enviado al confinamiento de un monasterio para hacer
penitencia perpetua”.
Unos 800 años
después, la Iglesia sigue protegiendo asiduamente el secreto, castigando con la
excomunión a todo sacerdote que lo rompa. Estas graves consecuencias se derivan
de la suprema importancia del sacramento de la confesión.
La misión de
Jesús en la tierra
¿Y quién le
concede tanta importancia? El mismo Señor Jesús, que vino a buscar y salvar a
los que estaban perdidos (Lc 19,10); vino a las ovejas perdidas de la casa de
Israel (Mt 15,34); y su misión es la de los enfermos de la enfermedad mortal
del pecado (Mc 2,17). El sacramento de la confesión continúa esta misión
misericordiosa.
Como otro
Cristo, el sacerdote tiene el privilegio de participar en las conversaciones
más importantes del mundo. Recibe la gracia de ser un instrumento del poder de
la cruz de Cristo para sanar toda herida que el pecado inflige. Es mediador del
encuentro entre el Padre Pródigo y sus hijos descarriados.
La
experiencia de un sacerdote
Pero, aunque
estas realidades sacramentales son monumentales, la verdad es que el pecado en
sí mismo es bastante aburrido. Los confesores recuerdan a los santos mucho más
que a los pecadores, porque el pecado es mucho menos interesante que la
santidad.
Según mi
experiencia y la de muchos sacerdotes, la mayoría de las veces no podemos
recordar los pecados particulares confesados por
los penitentes individuales. Incluso si lo hacemos, permanecen encerrados en
nuestro corazón sacerdotal, no por conmoción o deseo de condenar, sino con el gozoso conocimiento de que
Dios ha devuelto a su hijo o hija a la vida de la gracia.
Como sacerdote,
a menudo oigo que a la gente no le gusta el sacramento de la confesión porque
temen contarle a alguien sus pecados. Esta experiencia humana universal de
vergüenza es una de las herramientas más poderosas del chantaje del diablo.
Después de habernos pillado en pecado, el enemigo usa la vergüenza por lo que
hemos hecho para impedirnos confesarnos y reconciliarnos con nuestro Padre
amoroso.
El secreto de
la confesión es una de las principales armas del sacerdote para frustrar los
planes de Satanás, porque garantiza al cristiano contrito que sus pecados —no
importa cuán grandes o pequeños sean— nunca saldrán de la seguridad del
tribunal misericordioso de Dios.
El sacramento
de la Penitencia es uno de los grandes dones de la Trinidad al pueblo peregrino
de Dios. Es la institución permanente de la misericordia de Cristo en el mundo.
Y es un espacio seguro divinamente instituido donde el miedo y la condenación
no tienen cabida, sino que reinan la esperanza y el perdón.
Debemos orar
para que este sacramento y su sello sean respetados y preservados por aquellos
dentro y fuera de la comunión de la Iglesia.
Padre Christopher
Seiler
Fuente: Aleteia