Sacrilegio, blasfemia, lesa majestad... Aunque todos estos términos se refieren a un rechazo, en mayor o menor medida, de las verdades de la fe, a menudo tienden a confundirse en el imaginario colectivo. ¿Cómo distinguirlos?
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¿Qué lugar ocupa hoy lo sagrado? Mientras que el siglo XXI parece
haber inaugurado una época de desacralización total, dando paso a la
secularización absoluta de la sociedad, las nociones de sacrilegio, sacrílego y
lesa majestad se han convertido en reliquias anticuadas de una época en la que
la población de nuestros pueblos aún se contaba por almas.
Peor aún. Hoy se ríen de la palabra “sagrado” porque lo sagrado se
ha vuelto del revés, ya que -en distintos países, sobre todo de Europa- las
iglesias desacralizadas se han transformado en clubes nocturnos y las
parroquias rurales ya no celebran Misa los domingos. Solo la blasfemia sigue
siendo tristemente noticia cuando, en su nombre, un “extremista”, como se les
llama, comete un crimen de odio en su nombre para hacer justicia a un dios que
no se haría justicia a sí mismo.
En Francia, fue la Edad
Media la que vio nacer la lucha contra la blasfemia, bajo el reinado
de san Luis en la época de las Cruzadas. Del griego βλασφημία, blasphēmía,
encontramos en su etimología blapein, “injuriar, dañar” y pheme, “reputación”.
Por tanto, la blasfemia consiste en insultar a Dios, ya sea
públicamente o en el propio corazón, pronunciando palabras de odio. El derecho
canónico precisa que la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en negarse
deliberadamente a aceptar la misericordia de Dios mediante una contrición
sincera: “Tal endurecimiento puede conducir a la impenitencia definitiva y a la
pérdida eterna” (CIC §1864). También son blasfemas las
palabras deliberadamente violentas pronunciadas contra la Virgen María, los
santos y las cosas sagradas:
La blasfemia se opone directamente al segundo
mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente—
palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al
respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a
“los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre
ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las
palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es
también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas
criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del
nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión.
La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo
nombre. Es de suyo un pecado grave (cf CIC can. 1396).
(CIC §2148)
Con el advenimiento de la monarquía y de la figura divina del rey,
se produjo un cambio entre las ofensas a Dios y las ofensas a la persona que Él
había elegido para gobernar la nación: aplicada al soberano, la blasfemia se
convirtió en delito de lesa majestad. Esta nueva definición, que permitía al
rey liberarse del Papa, también hizo posible el establecimiento de una especie
de religión real en la que el monarca, por derecho divino, encarnaba el poder
celestial aquí abajo.
Derivado del latín laesa majestas, que significa
literalmente “majestad herida”, el delito de lesa majestad se refiere a
cualquier atentado cometido contra el soberano o los signos de su autoridad. El
ejemplo más atroz fue probablemente la ejecución de Robert-François Damiens,
autor de un atentado que estuvo a punto de costarle la vida a Luis XV, el 5 de
enero de 1757.
El crimen de lesa majestad alcanzó su punto culminante con la
muerte de Luis XVI, el 21 de enero de 1793. Más que matar al hombre, era sobre
todo el cuerpo sagrado del rey y el representante de la monarquía lo que el
pueblo revolucionario quería rematar. Sacudida por las Guerras de Religión y la
Reforma, la monarquía fue abolida en el cadalso para anunciar el advenimiento
de la República.
El término “profanación” deriva del prefijo latino pro,
adelante, y fanum, que significa “templo” o “santuario”, que también
dio origen a “fanático”, para designar a alguien que muestra un celo ciego y
desordenado por la religión.
La profanación es el acto de degradar o envilecer deliberadamente
un lugar sagrado, ya sea una iglesia o capilla o un cementerio. Aunque la ley
no se refiere a la profanación, castiga cualquier destrucción, degradación o
deterioro cometido contra un edificio religioso (artículo 322-1 del Código
Penal) o un cementerio (artículo 225-17 del Código Penal).
Sacrilegio es toda profanación de objetos, lugares o personas
(religiosos, sacerdotes y consagrados) consagrados a Dios. El sacrilegio se
comete deliberadamente con odio a Dios y a la fe.
La palabra sacrilegio se utilizaba originalmente para describir el
robo de objetos sagrados de un templo. Acusado de sacrilegio y blasfemia, el
Caballero de La Barre, en el famoso caso La Barre defendido por Voltaire, fue
condenado a muerte tras ser torturado de la peor manera posible. Fue la última
persona condenada a muerte por sacrilegio, en 1766, cuando solo tenía 20 años,
antes de ser rehabilitado en 1793.
Signo evidente de la progresiva desacralización de la religión, el
término se utiliza ahora a menudo de forma errónea y burlona para describir la
irreverencia de una acción. Mientras que la blasfemia se comete de palabra, el
sacrilegio se comete de obra.
Morgane Afif
Fuente: Aleteia