MATRIMONIO Y VIRGINIDAD
II. La fecundidad de la virginidad y del celibato apostólico.
III. La santa pureza, defensora del amor humano y del divino.
«En esto, se acercaron a él unos fariseos
y le preguntaron para tentarle: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por
cualquier motivo? Él respondió: ¿No habéis leído que al principio el Creador
los hizo varón y hembra, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya
no son dos, sino una sola carne.
Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el
hombre. Ellos le replicaron: ¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio
y despedirla? Él les respondió: Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres
a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin
embargo yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer -a no ser por
fornicación- y se una con otra, comete adulterio. Dícenle sus discípulos: Si
tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse.
Él les respondió: No todos son capaces de entender esta doctrina, sino aquellos
a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno
de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y
los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien
sea capaz de entender; que entienda.» (Mateo 19, 3-12)
I. El Evangelio de la Misa nos presenta a unos fariseos que se
acercaron a Jesús para hacerle una pregunta con ánimo de tentarle: ¿Es lícito a
un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Era una cuestión que
dividía a las diferentes escuelas de interpretación de la Escritura. El
divorcio era comúnmente admitido; la cuestión que plantean aquí a Jesús se
refiere a la casuística sobre los motivos. Pero el Señor se sirve de esta
pregunta banal para entrar en el problema de fondo: la indisolubilidad. Cristo,
Señor absoluto de toda legislación, restaura el matrimonio a su esencia y
dignidad originales, tal como fue concebido por Dios: ¿No habéis leído -les
contesta Jesús- que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que
dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y
serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne.
Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre (...).
El
Señor proclamó para siempre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio por
encima de cualquier consideración humana. Existen muchas razones en favor de la
indisolubilidad del vínculo matrimonial: la misma naturaleza del amor conyugal,
el bien de los hijos, el bien de la sociedad... Pero la raíz honda de la
indisolubilidad matrimonial está en la misma voluntad del Creador, que así lo
hizo: uno e indisoluble. Es tan fuerte este vínculo que se contrae, que sólo la
muerte puede romperlo. Con esta imagen gráfica lo explica San Francisco de
Sales: «Cuando se pegan dos trozos de madera de abeto formando ensambladura, si
la cola es fina, la unión llega a ser tan sólida, que las piezas se romperán
por otra parte, pero nunca por el sitio de la juntura»; así el matrimonio.
Para
sacar adelante esa empresa es necesaria la vocación matrimonial, que es un don
de Dios, de tal forma que la vida familiar y los deberes conyugales, la
educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar económicamente a
la familia, son situaciones que los esposos deben sobrenaturalizar, viviendo a
través de ellas una vida de entrega a Dios; han de tener la persuasión de que
Dios provee su asistencia para que puedan cumplir adecuadamente los deberes del
estado matrimonial, en el que se han de santificar.
Por la
fe y la enseñanza de la Iglesia, los cristianos tenemos un conocimiento más
hondo y perfecto de lo que es el matrimonio, de la importancia que tiene la
familia para cada hombre, para la Iglesia y para la sociedad. De aquí nuestra
responsabilidad en estos momentos en los que los ataques a esta institución
humana y divina no cesan en ningún frente: a través de revistas, de escándalos
llamativos a los que se da una especial publicidad, de seriales de televisión
que alcanzan a un gran público que poco a poco va deformando su conciencia...
Al dar la doctrina verdadera -la de la ley natural, iluminada por la fe-
estamos haciendo un gran bien a toda la sociedad.
Pensemos
hoy en nuestra oración si defendemos la familia -especialmente a los miembros
más débiles, a los que pueden sufrir más daño- de esas agresiones externas, y
si nos esmeramos en vivir delicadamente esas virtudes que son ayuda para todos:
el respeto mutuo, el espíritu de servicio, la amabilidad, la comprensión, el
optimismo, la alegría que supera los estados de ánimo, las atenciones para con
todos pero especialmente para el más necesitado...
II. La doctrina del Señor acerca de la indisolubilidad y
dignidad del matrimonio resultó tan chocante a los oídos de todos que hasta sus
mismos discípulos le dijeron: Si tal es la condición del hombre respecto a su
mujer, no trae cuenta casarse. Y Jesús proclamó a continuación el valor del
celibato y de la virginidad por amor al Reino de los Cielos, la entrega plena a
Dios, indiviso corde, sin la mediación del amor conyugal, que es uno de los
dones más preciados de la Iglesia.
Quienes
han recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican
precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que
para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Los que han recibido la
vocación al celibato apostólico encuentran en la entrega total a Dios, y a los
demás por Dios, la gracia para vivir felices y alcanzar la santidad en medio de
sus quehaceres temporales, si allí los buscó y los dejó el Señor: ciudadanos
corrientes, con una vocación profesional definida, entregados a Dios y al
apostolado, sin límites y sin condicionamientos. Es una llamada en la que Dios
muestra una particular predilección y para la que da unas ayudas muy
determinadas.
La
Iglesia crece así en santidad con la fidelidad de los cristianos, respondiendo
a la llamada peculiar que el Señor hizo a cada uno. Entre éstas «sobresale el
don precioso de la gracia divina, que el Padre concede a algunos (Mt 19, 11; 1
Cor 7, 7) para que con mayor facilidad se puedan entregar sólo a Dios en la
virginidad o en el celibato». Esta plena entrega a Dios «siempre ha tenido un
lugar de honor en la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como
manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo».
La
virginidad y el matrimonio son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, y
ambos suponen una vocación específica de parte del Señor. La virginidad y el
celibato no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la
presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad «son dos modos de
expresar y de vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo». Y
si no se estima la virginidad, no se comprende con toda hondura la dignidad
matrimonial; también «cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor
dado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los
Cielos». «Quien condena el matrimonio -decía ya San Juan Crisóstomo-, priva
también a la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la
virginidad más admirable y luminosa».
El amor
vivido en la virginidad o en un celibato apostólico es el gozo de los hijos de
Dios, porque les posibilita de un modo nuevo ver al Señor en este mundo,
contemplar Su rostro a través de las criaturas. Es para los cristianos y para
los no creyentes un signo luminoso de la pureza de la Iglesia. Lleva consigo
una particular juventud interior y una eficacia gozosa en el apostolado. «Aun
habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace
espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización
de la familia según el designio de Dios. »Los esposos cristianos tienen, pues,
el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio
de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para los esposos la
fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia
de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas
incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad de aquéllos».
Dios,
dice San Ambrosio, «amó tanto a esta virtud, que no quiso venir al mundo sino
acompañado de ella, naciendo de Madre virgen». Pidamos con frecuencia a Santa
María que haya siempre en el mundo personas que respondan a esta llamada
concreta del Señor; que sepan ser generosas para entregar al Señor un amor que
no comparten con nadie, y que les posibilita el darse sin medida a los demás.
III. Para llevar a cabo la propia vocación es necesario vivir la
santa pureza, de acuerdo con las exigencias del propio estado. Dios da las
gracias necesarias a quienes han sido llamados en el matrimonio y a quienes les
ha pedido el corazón entero, para que sean fieles y vivan esta virtud, que no
es la principal, pero sí es indispensable para entrar en la intimidad de Dios.
Puede ocurrir que, en algunos ambientes, esta virtud no esté de moda, y que
vivirla con todas sus consecuencias sea, a los ojos de muchos, algo
incomprensible o utópico. También los primeros cristianos hubieron de hacer
frente a un ambiente hostil y agresivo en éste y en otros campos.
Después,
los pastores de la Iglesia se vieron obligados a pronunciar palabras como éstas
de San Juan Crisóstomo, que parecen dirigidas a muchos cristianos de nuestros
días: «¿Qué quieres que hagamos? ¿Subirnos al monte y hacernos monjes? Y eso
que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la modestia y la castidad
son propias de los monjes. No. Cristo puso leyes comunes para todos. Y así,
cuando dijo: el que mira a una mujer para desearla (Mt 5, 28), no hablaba con
el monje, sino con el hombre de la calle (...). Yo no te prohíbo casarte, ni me
opongo a que te diviertas. Sólo quiero que se haga con templanza, no con
impudor, no con culpas y pecados sin cuento. No pongo por ley que os vayáis a
los montes y desiertos, sino que seáis buenos, modestos y castos aun viviendo
en medio de las ciudades».
¡Qué
bien tan grande podemos realizar en el mundo viviendo delicadamente esta santa
virtud! Llevaremos a todos los lugares que habitualmente frecuentamos nuestro
propio ambiente, con el bonus odor Christi, el buen aroma de Cristo, que es
propio del alma recia que vive la castidad.
A esta
virtud acompañan otras, que apenas llaman la atención pero que marcan un modo
de comportamiento siempre atractivo. Así son, por ejemplo, los detalles de modestia
y de pudor en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa, clara y sin
paliativos, a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano y de
cualquier persona de bien, el rechazo de espectáculos inmorales, un
planteamiento de las vacaciones que evita la ociosidad y el deterioro moral...;
y, sobre todo, el ejemplo alegre de la propia vida, el optimismo ante los
acontecimientos, el deseo de vivir...
Esta
virtud, tan importante en todo apostolado en medio del mundo, es guardiana del
Amor, del que a la vez se nutre y en el que encuentra su sentido; protege y
defiende tanto el amor divino como el humano. Y si el amor se apaga sería muy
difícil, quizá imposible, vivirla, al menos en su verdadera plenitud y
juventud.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org