Nuestro Señor Jesucristo, antes de ascender al cielo, pensó en transmitirnos la gracia a través de siete ayudas espirituales que no tienen caducidad
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Tantos
bautizados que viven al margen de la Iglesia católica, tantos matrimonios que
se rompen, tantas celebraciones de Primeras Comuniones llenas de pomposidad
pero alejadas del espíritu evangélico… ¿tiene sentido, hoy, recibir los
sacramentos? ¿Qué aportan en realidad?
Los sacramentos
contribuyen a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de
Cristo y a dar culto a Dios. Como signos suponen la fe, pero a la vez la
alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas.
1. MÁS ALLÁ DE
LOS SENTIDOS
El significado
y poder de los sacramentos va más allá de lo que aparece a la percepción de los
sentidos. Esos signos dan la gracia para que los hombres puedan recibir la
misma vida y santidad de Dios.
Los sacramentos
son gestos, símbolos, acciones –como lavar y ungir, partir el pan y compartir
la copa- que pueden captarse con los sentidos, pero cuyo significado y poder va
mucho más allá de ellos.
Como señala
el Catecismo de la Iglesia católica, Cristo mismo ha
instituido estos signos exteriores y sensibles para dar su ayuda y su gracia a
las personas de todos los tiempos; para comunicar, a través de la Iglesia, la
vida divina.
Los sacramentos
incluyen tres dimensiones relacionadas con esa vida eterna, enseña santo Tomás
de Aquino: son signos que rememoran la Pasión de Cristo (la victoria sobre el
poder del pecado y de la muerte), demuestran la gracia (la verdadera vida ya en
este mundo) y pronostican la gloria futura (la plenitud definitiva de la vida).
En los
sacramentos, la Iglesia participa ya en la vida eterna, aunque aguardando la
feliz esperanza del cielo.
Los sacramentos
suponen la fe pero «a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por
medio de palabras y cosas», indica la Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II.
No simplemente
significan la gracia de Dios, sino que la causan. A través de ellos, el
Espíritu cura y transforma a los que lo reciben uniéndolos vitalmente al Hijo
de Dios, deificando.
El Concilio de
Trento define el sacramento como «un símbolo de algo sagrado, una forma visible
de la gracia invisible, con poder para santificar».
En esta línea,
el Concilio Vaticano II subrayaría más tarde que celebrar los sacramentos
«prepara perfectamente a los fieles para recibir con fruto la misma gracia,
rendir el culto a Dios y practicar la caridad».
2. LO QUE
DIFICULTA DE COMPRENSIÓN
La civilización
tecnicista actual dificulta la comprensión de los símbolos y la dimensión
trascendente de las cosas. A menudo se banalizan los sacramentos, pero para que
produzcan en la persona todo el fruto que pueden producir, importa mucho
comprenderlos bien.
Dios se expresa
en categorías humanas a través de cosas sensibles perceptibles para la persona
que está formada por cuerpo y alma. Y ha querido usarlas para dar gracia a
quienes no la tienen, o aumentarla en los que ya la tienen.
Los
sacramentos santifican eficazmente a quienes los reciben dignamente, obran
por el hecho mismo de que la acción es realizada, en virtud de la obra
salvífica de Cristo. Como señala santo Tomás de Aquino, «el
sacramento no actúa en virtud de la justicia del hombre que lo da o que lo
recibe, sino por el poder de Dios».
Por eso,
siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia,
el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de
la santidad personal del ministro.
3. LOS FRUTOS
DEPENDEN DE LA DISPOSICIÓN INTERIOR
Pero aunque los
ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados ya significan y
realizan las gracias, los frutos de los sacramentos dependen también de las
disposiciones del que los recibe, destaca el Catecismo de la Iglesia Católica.
Las acciones
simbólicas son ya un lenguaje, pero es preciso que la Palabra de Dios y la
respuesta de fe acompañen y vivifiquen estas acciones. La persona debe abrirle
las puertas a Dios, que siempre respeta su libertad.
Sin embargo,
los sacramentos se reciben a menudo sin las disposiciones necesarias para
aprovechar todos sus frutos y a muchas personas les resulta difícil comprender
su sentido.
En su
libro La Náusea, por ejemplo, el filósofo Jean-Paul Sartre ofrece una
pobre mirada sobre la Eucaristía al escribir que «en las iglesias, a la luz de
los cirios, un hombre bebe vino delante de mujeres
arrodilladas».
Por otra parte,
los sacramentos, en su simbolismo, en mil detalles de su celebración, están
vinculados a la experiencia de la Iglesia y son incomprensibles cuando se les
desvincula de esa experiencia.
Es como el
lenguaje de una familia, de un pueblo: solo quien está adentro lo comprende
bien. Solo quien se adhiere de corazón a la Iglesia, solo quien se deja enseñar
por ella, y crece en ella, podrá apropiarse plenamente de la riqueza de los
sacramentos.
4. SON SIETE
SACRAMENTOS
En
correspondencia con las etapas importantes de la vida natural, existen siete
sacramentos instituidos por Jesús: bautismo, confirmación, eucaristía,
penitencia, unción de los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio.
Los tres sacramentos de la iniciación cristiana -el
bautismo, la confirmación y la eucaristía-, los sacramentos de la curación -la
penitencia y la unción de los enfermos- y los que están al servicio de la
comunión y misión de los fieles -el orden sacerdotal y el matrimonio- dan
nacimiento y crecimiento, curación y misión a la vida de fe.
Los sacramentos
forman un organismo en el que cada uno tiene su lugar vital, aunque la
Eucaristía ocupa un lugar único porque todos los demás están ordenados a éste
como a su fin, indica santo Tomás.
Cristo actúa en
los creyentes de distintas maneras a través los sacramentos: por el bautismo, los
asume en su propio Cuerpo comunicándoles en el Espíritu la filiación divina;
por la confirmación los fortalece en el mismo Espíritu para que puedan
confesarle ante los hombres.
Por la
penitencia perdona sus pecados y les va sanando de sus enfermedades
espirituales; por la unción, conforta a los enfermos y moribundos; por el orden
consagra a algunos para que, en su nombre, prediquen, guíen y santifiquen a su
pueblo; por el matrimonio purifica, eleva y
fortalece el amor conyugal del hombre y la mujer; y todo este sistema mana de
la Eucaristía, que contiene al mismo Cristo.
Abandonar la
práctica sacramental es cerrarse a los signos visibles eficaces que Dios ha
escogido para alimentarnos de Él.
El santo Cura
de Ars afirma, en un sermón sobre el pecado: «Hemos abandonado también a Dios,
desde el momento en que ya no frecuentamos los sacramentos». Y en otro sobre la
perseverancia, asegura: «En cuanto una persona frecuenta los sacramentos, el
demonio pierde todo su poder sobre ella».
Patricia Navas
Fuente: Aleteia