"Estén prevenidos y oren incesantemente" (Lc 21, 36)... Ya nos resulta muy difícil aguantar unos minutos de oración, pero hay una virtud que puede ayudarnos a ser audaces y tenaces en la oración
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Cuando se trata
de rezar, la osadía y la perseverancia sirven. Esta es la enseñanza de la
Escritura, desde el pacto de Abraham (Gen 18) hasta la parábola del amigo
inoportuno (Lc 11, 5-8).
La audacia y la
tenacidad son las garantías de la eficacia. La oración entonces es el resultado
de la virtud cardinal de fuerza.
Que no se
apague el deseo de rezar
Como sugiere la
liturgia, no rezamos el Padrenuestro, nos atrevemos a decir (audemus dicere)
-con qué escalofrío- «Padre Nuestro».
Es una audacia
increíble cuando pensamos en atrevernos a llamar a la puerta de la eternidad
para pedir lo que necesitamos.
Nunca nos
atreveríamos a hacerlo si el propio Señor no nos hubiera invitado a ser audaces
mediante su enseñanza.
No tengamos
miedo de despertar al que nunca duerme (Sal 121), porque el Padre está siempre
trabajando (Jn 5,17).
No tengamos
miedo de llamar a la puerta de Dios, de arrojar nuestros pobres corazones de
piedra hacia Él como si estuviéramos apedreando el cielo.
Solicitemos
vivamente a la Providencia, pues hemos aprendido que nuestro deseo de recibir
será siempre infinitamente inferior a su deseo de darnos.
La importancia
del deseo
Aquí, además,
está el secreto de la oración continua: el deseo. «Tu oración es tu deseo«,
dijo san Agustín.
¿Cuándo cesa la
oración? No cuando la lengua está en silencio, sino cuando el deseo se agota.
Así que la verdadera cuestión es: ¿qué pasa con nuestro deseo de rezar?
El Señor nos da
como ejemplo, para enseñarnos que debemos orar siempre sin cansarnos, una viuda
inquisitiva que toca el tambor toda la noche en presencia de un juez inicuo (Lc 18, 1-8).
¿Qué deseo
tiene esta mujer? ¿Qué revuelta le da esta obstinación? En su pelea nocturna
contra la puerta de la iniquidad, no se desarma. Conduce tenazmente esta
batalla antes del amanecer.
Uno no se deja
llevar fácilmente cuando ama. La comparación vale lo que vale, pero ¿esperamos
a Dios con el mismo ardor que muestra la viuda?
¿Acaso no hemos
permitido que el fuego de nuestros corazones somnolientos se consuma? Nada más,
al parecer, alimenta la poderosa fragua de nuestro deseo, que ese jadeante
aliento de esperanza que es básicamente la oración.
No desanimarse
Un cristiano,
efectivamente, reza constantemente como respira. Sin discutir que, por muy
ocupado que esté para respirar, no puede hacer nada más, pero es cierto, por
otra parte, que no puede hacer nada más sin respirar.
¿Las
ocupaciones de este mundo lo dejan sin aliento? Que se tome el tiempo para la
oración, esta gran respiración restauradora.
No hay
necesidad de agitarse, que se mantenga allí, a la puerta del tabernáculo,
simplemente, tranquilo y esperanzado.
Que no sea como
ese niño que, de repente, en la calle, ya no ve a su madre: empieza a correr en
todas las direcciones, va, viene, vuelve, entra en pánico, hace zigzag
llorando, ¡pero se equivoca! Si tiene suficiente razón y fortaleza para
detenerse y esperar sin moverse, su madre lo encontrará más rápido.
Esa es la
paradoja: ¡Cuánto más tiempo la espere el niño, más rápido lo encontrará su
madre! Todo lo que tienes que hacer es esperar y llamar.
¿Acaso es que
cree, entonces, este niño que es el único que está buscando en la noche? ¿Tiene
tan poca confianza en su madre? ¿No sabe que ella es la más preocupada de los
dos y que será la que hará la mayor parte del viaje para buscarlo?
Así es con el
Señor. ¿Tan poca fe tenemos en Él? ¿No sabemos que está muy impaciente y que ya
ha salido en busca de los que le esperan y le claman sin desanimarse?
Por el padre
Guillaume de Menthière
Fuente: Edifa