COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: "CIELOS NUEVOS Y TIERRA NUEVA"

La esperanza del Adviento invita a fijar la mirada en los dones que trae el Hijo de Dios al nacer en nuestra carne.

Dominio público
La trascendencia del Dios encarnado necesitaba ser presentada con imágenes sorprendentes, y en cierto sentido, increíbles, dado que lo anunciado superaba todo lo imaginable. 

Los profetas, sobre todo Isaías, describen la llegada del Mesías como una recreación del universo. Que los valles se eleven, que las montañas se abajen para formar una calzada para el Señor, dice Isaías. El desierto se convertirá en un vergel para revelar la gloria del Señor. 

También la vida del hombre cambiará: pasará del destierro al retorno a la ciudad santa de Jerusalén. A quienes viven en la pagana Babilonia, entre dioses falsos, se les anuncia un nuevo éxodo. Volverán a dar culto a Dios con la alegría de una nueva liberación. «Mirad —dice Isaías— el Señor Dios llega con poder».

Juan Bautista aparece en el Evangelio de hoy retomando el anuncio de Isaías. Se muestra como el mensajero que va delante del Señor para prepararle un camino. Y lo hace invitando al pueblo a la conversión y al perdón de los pecados. En el Bautista, por tanto, amanece ya el tiempo nuevo. Si él bautiza con agua, el Mesías bautizará con Espíritu Santo.

Junto a esta mirada hacia la llegada del Mesías, el Adviento nos exhorta también a contemplar la venida del Señor al fin de los tiempos. Ambas venidas están relacionadas. La del Adviento prepara el camino del Señor en esta tierra; la del fin de los tiempos lo cierra de manera gloriosa.

El texto de la segunda carta de Pedro que leemos hoy nos recuerda que el tiempo, aunque sea un largo trascurrir de siglos, es breve: «No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión» (2Pe 3,8-9). La historia es el tiempo que Dios nos ofrece para la salvación. En este tiempo, debemos vivir «intachables e irreprochables» para que no nos sorprenda el día del Señor como un ladrón que viene de manera inesperada. Solo así poseeremos lo que esperamos: «unos cielos nuevos y una tierra nueva».

Esta visión profética de lo que está por venir será la consumación de lo que trae el Mesías. Muchos se preguntan por qué, si el Mesías ha venido, las cosas siguen del mismo modo que en el tiempo anterior de su venida. Si ha entrado en la historia, ¿por qué no ha dado un vuelco definitivo? Esta apreciación no es acertada. Al entrar Dios en la historia, ya ha cambiado su rumbo.

La novedad que supone Cristo y, sobre todo, la gracia de la reconciliación con Dios nos ha convertido en una nueva humanidad que tiene como misión apresurar su segunda venida. En cierto sentido, la vida nueva que habita en el corazón de los cristianos apunta a la consumación final. Por eso dice san Pedro: «¡Qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del día de Dios!» (2Pe 3,11-12). 

Este texto resulta sorprendente porque revela la importancia de nuestra vida si se conforma a la vocación que Dios nos ha dado. Recogiendo una de las parábolas, somos como la levadura que fermenta la masa. Con la fuerza y la acción del Espíritu en nosotros el Espíritu con que hemos sido bautizados tenemos la misión de trasformar este mundo y hacer de él un anticipo de los cielos nuevos y la tierra nueva que irrumpirán de modo definitivo cuando el que ahora viene en la pobreza de nuestra carne venga con gloria al fin de los tiempos. Entonces comprenderemos cuán bienaventurada es la esperanza.