Francisco celebró la Misa de Conmemoración de los Difuntos en el "Rome War Cemetery", entre las tumbas de los caídos en la guerra
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Estaban presentes unas 300 personas, reunidas
bajo la lluvia. El recuerdo de la joven edad de los caídos y el dolor por su
final: "Tantos muertos inocentes, tantas vidas truncadas, las guerras son
siempre una derrota. No hay victoria total". La invitación a pedir a Dios
el don de la paz
Hoy, pensando en los difuntos,
pedimos al Señor la paz para que la gente no se mate más en las guerras. Tantos
inocentes muertos, tantos soldados que dejan allí su vida, y esto porque las
guerras son siempre una derrota. Siempre.
Francisco lleva un ramo de flores
blancas, luego junta ambas manos en señal de oración y apoya la barbilla en
ellas mientras, sentado en una silla de ruedas, recorre el césped sobre el que
se alzan las 426 lápidas del Cementerio de Guerra de Roma, el camposanto que
guarda los restos de los soldados caídos de la Commonwealth. En este espacio
verde construido por el arquitecto Louis de Soissons tras la Segunda Guerra
Mundial en el barrio romano de Testaccio, poco conocido por los romanos, pero
claramente visible desde el exterior, Francisco eligió este año celebrar la
misa del 2 de noviembre, conmemoración de los fieles difuntos.
Las guerras,
siempre una derrota
Una tradición llevada adelante
varias veces en estos más de diez años de pontificado con celebraciones en el
Cementerio Laurentino, el Cementerio Militar Francés, el Verano, Prima Porta,
el Cementerio Americano de Nettuno. Lugares de memoria, de historia, de dolor
que, en estos tiempos desgarrados por los conflictos, recuerdan a la humanidad
cuál es la principal consecuencia de la guerra: la muerte. De todos, vencedores
y vencidos. "Sin conciencia".
"Las guerras son siempre una
derrota. Siempre...", puntualiza el Papa en la breve homilía, repitiendo
lo que ya dijo en el último Ángelus desde el estallido de la violencia en
Oriente Medio.
Tantas personas jóvenes y no tan
jóvenes en las guerras del mundo, incluso más cerca de nosotros, en Europa.
Cuántos muertos... Se destruye la vida, sin tomar conciencia de ello. No hay
victoria total, no. Sí, uno gana al otro, pero detrás está la derrota del
precio pagado.
Vidas
truncadas
El Pontífice llegó al Cementerio de
Guerra de Roma con casi media hora de antelación. Primero saludó en la entrada
al grupo de fieles reunidos allí desde hacía unas horas a pesar de la lluvia
intensa de la mañana, después, bajo el mausoleo, estrechó la mano de los
miembros del personal de la Commonwealth War Graves Commission (Cwgc), la
comisión que se ocupa del mantenimiento y la gestión del cementerio.
Inmediatamente después, el habitual recorrido entre las tumbas de los caídos en
la guerra. Miraba a su alrededor Francesco, intentando distinguir los nombres
inscritos en el mármol. Nombres de distintas nacionalidades, incluidos
militares, soldados e incluso algunos aviadores que murieron como prisioneros
de guerra en Roma. Nombres flanqueados por el escudo de la entidad militar a la
que pertenecían, algunos lemas y sobre todo las fechas que indicaban la edad,
incluso muy joven, de los fallecidos.
Yo miraba la edad de estos soldados
caídos, la mayoría entre 20 y 30 años. Y pensé en los padres, en las madres que
reciben esa carta: Señora, tengo el honor de decirle que tiene usted un hijo
héroe... Sí héroe, pero me lo han arrebatado. Tantas lágrimas en estas vidas
truncadas.
Unos 300
presentes bajo el sol y la lluvia
Desde las Murallas Aurelianas que
bordean el cementerio, mientras tanto, la sombra de un rápido rayo de sol se
extiende durante unos instantes, abriéndose paso entre las negras nubes. La
lluvia vuelve a caer copiosamente en cuanto termina la homilía y esparce el
olor a hierba mojada. La tierra hunde las sillas colocadas delante del altar,
instalado bajo un toldo blanco exactamente delante de la Piedra del Recuerdo,
una gran cruz de piedra en medio de la avenida.
Están presentes unas 300 personas,
entre sacerdotes, familias, ancianos, militares y autoridades, incluido el
alcalde de Roma, Roberto Gualtieri. Abren sus paraguas y se ponen sus capas. No
aplauden la llegada del Papa, ni comentan o pronuncian una sola palabra.
Mantienen el silencio que impregna toda la celebración, sólo interrumpido por
el llanto de una niña y el sonido de un taladro por unas obras viarias
cercanas.
Memoria y
esperanza
Esta celebración, dice el Papa al
comienzo de su reflexión, "nos trae dos pensamientos: memoria y
esperanza". La "memoria de los que nos han precedido, que han hecho
su vida, que han terminado su vida". Memoria de "tantas personas que
nos han hecho bien, familiares, amigos, memoria también de aquellos que no
hicieron tanto bien pero que en la misericordia de Dios fueron acogidos, la
gran misericordia del Señor".
Luego la esperanza, repite el Papa:
"Esta es una memoria para mirar hacia adelante, para mirar nuestro camino,
nuestro recorrido".
Caminamos hacia el encuentro con el
Señor. Debemos pedir la gracia de la esperanza... La esperanza cotidiana que
nos lleva adelante, nos ayuda a resolver los problemas.
Pedir a Dios
la paz
Francisco mira la actualidad, este
mundo herido por las guerras. Dirige, como en el pasado, su pensamiento a las
familias de los que mueren en los campos de batalla. "Tantas lágrimas en
estas vidas truncadas", repite. A continuación, exhorta a los presentes a
invocar la paz de Dios y a rezar por "nuestros difuntos", de hoy y de
ayer, "por todos".
Que el Señor acoja a todos. Y que
el Señor también tenga piedad de nosotros y nos dé la esperanza, para seguir
adelante y encontrarlos a todos juntos cuando nos llame. Que así sea.
Al final de la
liturgia marcada por cantos y oraciones, por el sol y la lluvia, la oración del
Descanso Eterno. Luego, acompañado por los aplausos y los gritos de "Viva
el Papa" desde detrás de las puertas, se dirige lentamente hacia la
salida, con la cabeza gacha. Una última mirada a estas piezas de mármol que
condensan toda una vida. Una vida "truncada".
Salvatore Cernuzio - Ciudad del
Vaticano
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