"La victoria de Jesús tiene un nombre, la cruz, que a primera vista crea repulsión y nos ahuyenta. Pero ella es el signo de un amor sin límites, humilde y tenaz."
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Foto de archivo (Vatican Media). Dominio público |
PAPA FRANCISCO
La fe cristiana
es una lucha, una batalla interior para vencer la tentación de encerrarnos en
nosotros mismos y dejarnos habitar por el amor de un Padre que desea nuestra
felicidad. Es una lucha hermosa porque, cuando dejamos vencer al Señor, nuestro
corazón exulta de plenitud y nuestra existencia se ilumina con un rayo de
infinitud.
La lucha que
combatimos como seguidores de Jesús es, ante todo, contra la mundanidad
espiritual, que es paganismo disfrazado de ropaje eclesiástico. Aunque se
camufle bajo una apariencia sagrada, es una actitud que acaba siendo
idolátrica, porque no reconoce la presencia de Dios como Señor y liberador de
nuestras vidas y de la historia del mundo. Mientras tanto, nos deja a merced de
nuestros caprichos y antojos.
Por eso,
debemos dar la batalla. Pero la nuestra no es una lucha vana o sin esperanza,
porque esa contienda ya tiene un vencedor: Jesús, el que con su muerte derrotó
el poder del pecado. Y con su resurrección nos dio la posibilidad de
convertirnos en personas nuevas.
Por supuesto,
la victoria de Jesús tiene un nombre, la cruz, que a primera vista crea
repulsión y nos ahuyenta. Pero ella es el signo de un amor sin límites, humilde
y tenaz. Jesús nos amó hasta una muerte tan ignominiosa como la de la cruz,
para que no volviéramos a dudar de que sus brazos permanecen abiertos hasta
para el último de los pecadores. Y este amor eterno interpela y orienta las
sendas del cristiano y de la propia Iglesia. La cruz de Jesús se convierte en
el criterio de toda opción de fe.
El Beato Pierre
Claverie, obispo de Orán, afirmaba esto en una de sus homilías con palabras muy
bellas que quiero citar aquí: «Creo que la Iglesia muere si no está
suficientemente cerca de la cruz de su Señor. Por paradójico que parezca, la
fuerza, la vitalidad, la esperanza cristiana, la fecundidad de la Iglesia
vienen de ahí. No de otra parte. Todo el resto no es más que ensueño, ilusión
mundana. La Iglesia se engaña a sí misma, y engaña al mundo, cuando se presenta
como una potencia entre otras, como una organización humanitaria o como un
movimiento evangélico capaz de dar un espectáculo. Ella puede brillar, pero no
arder con el fuego del amor de Dios, “fuerte como la muerte”, como dice el
Cantar de los Cantares».
Precisamente
por eso he querido recoger en este pequeño volumen dos textos publicados en
épocas distintas: uno, escrito en 1991 y reeditado en 2005, cuando era
arzobispo de Buenos Aires, dedicado a la corrupción y al pecado; el otro, una
Carta a los sacerdotes de Roma. ¿Qué los une? La preocupación, que siento como
una fuerte llamada de Dios a toda la Iglesia, de permanecer vigilantes y
luchar, con la fuerza de la oración, contra cualquier claudicación ante la
mundanidad espiritual.
Esta lucha tiene un nombre: se llama santidad. La santidad no es un estado de bienaventuranza alcanzado de una vez para siempre, sino el deseo incesante e inquebrantable de permanecer unidos a la cruz de Jesús, dejándonos modelar por la lógica que brota de la ofrenda de uno mismo y resistiendo al enemigo, quien nos halaga para sembrar en nosotros la convicción de nuestra autosuficiencia. En cambio, nos hará bien recordar lo que Jesús nos dijo: «Sin mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5).
La santidad es, pues, permanecer abiertos al “más” que
Dios nos pide y que se manifiesta en nuestra coherencia en la vida cotidiana.
El padre Alfred Delp escribió: «Dios nos abraza con la realidad». Es aquí, en
nuestra cotidianeidad, donde hemos de dar cabida al Señor que nos salva de
nuestra autosuficiencia, y que nos pide ese magis del que habla san Ignacio de
Loyola, ese “más” que nos impulsa hacia una felicidad que no es efímera, sino
plena y serena.
Ofrezco al
lector estos textos como una oportunidad para reflexionar sobre la propia vida
y la de la Iglesia en la convicción de que Dios nos pide que estemos abiertos a
su novedad, nos pide que estemos inquietos y nunca conformes, buscando y nunca
instalados en opacidades complacientes, no atrincherados en falsas seguridades,
sino en camino hacia la santidad.
Fuente: Vatican News