La caridad consiste en tratar a los demás como querríamos que los demás nos tratasen, y en mirarlos y mirarnos con los ojos de Dios
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Foto: Jon Tyson / Unsplash. Dominio público |
XXX Domingo del
Tiempo Ordinario, ciclo A
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se
reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para
ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Él
le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es
semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos
mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 34-40).
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Añadiendo las palabras
«como a ti mismo», Jesús nos
ha puesto delante de un espejo al que no podemos mentir; nos ha dado una medida infalible para
descubrir si amamos o no al prójimo. Sabemos muy bien, en cada circunstancia,
qué significa amarnos a nosotros mismos y qué querríamos que los otros hicieran
por nosotros. Jesús no dice, si se presta atención bien: «Lo que el otro te
hace a ti, házselo tú a él». Esto sería aún la ley del talión: «Ojo por ojo,
diente por diente». Dice: lo
que tú querrías que el otro te hiciera a ti, házselo tú a él (Cf. Mt
7,12), que es bien distinto.
Jesús consideraba el amor al prójimo como «su mandamiento», aquél en el que se
resume toda la Ley. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos como yo os
he amado» (Jn 15,12). Muchos identifican todo el cristianismo con el precepto
del amor al prójimo, y no carecen de razón. Pero debemos intentar ir un poco
más allá de la superficie de las cosas. Cuando se habla de amor al prójimo la
mente va enseguida a las «obras» de caridad, a las cosas que hay que hacer por
el prójimo: darle de comer, de beber, visitarle; en resumen, ayudar al prójimo.
Pero esto es un efecto del amor, no es aún el amor. Antes de la beneficencia viene la benevolencia; antes que hacer
el bien, viene el querer bien.
La caridad debe ser «sin
fingimiento», esto es, sincera (literalmente «sin hipocresía», Rm 12,9); se
debe amar «con corazón puro» (1 Pe 1,22). Se puede de hecho hacer la caridad y
la limosna por muchos motivos que nada tienen que ver con el amor: para
adornarse, para pasar por benefactores, para ganarse el paraíso, hasta por
remordimiento de conciencia.
Mucha caridad que hacemos a países del Tercer Mundo no está dictada por el
amor, sino por remordimiento. Nos damos cuenta de la escandalosa diferencia que
existe entre nosotros y ellos y nos sentimos en parte responsables de su
miseria. ¡Se puede carecer de caridad incluso al «hacer caridad»! Sería un
error fatal contraponer entre sí el amor del corazón y la caridad de los
hechos, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás
para encontrar en ello una excusa a la propia falta de caridad activa y concreta.
Si encuentras a un pobre hambriento y tiritando de frío, decía Santiago, ¿de qué le sirve si
le dices: «¡Pobrecillo, ve, caliéntate, come algo!», pero no le das nada de lo
que necesita? «Hijos», añade San
Juan, «no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad»
(1 Jn 3,18). No se trata por lo tanto de devaluar las obras exteriores de
caridad, sino hacer que éstas tengan el fundamento en un genuino sentimiento de amor y de
benevolencia.
La caridad del corazón o interior es la caridad que todos podemos ejercitar, es
universal. No es una caridad que algunos –los ricos y los sanos– sólo pueden
dar y los otros –los pobres y los enfermos– sólo recibir. Todos pueden darla y recibirla.
Además es concretísima. Se trata de comenzar a mirar con ojos nuevos las
situaciones y a las personas con las que vivimos. ¿Qué ojos? Si es sencillo: ¡los ojos con los que querríamos
que Dios nos mirara a nosotros! Ojos de disculpa, de benevolencia, de
comprensión, de perdón...
Cuando esto sucede, todas las relaciones cambian. Caen, como por milagro, todos
los motivos de prevención y hostilidad que impedían amar a cierta persona y
ésta nos empieza a aparecer por lo que es en realidad: una pobre criatura que sufre por
sus debilidades y sus limitaciones, como tú, como todos. Es como si la
careta que los hombres y las cosas se han puesto se cayera y la persona se nos
apareciera por los que verdaderamente es.
Tomado de Homilética.
por Raniero Cantalamessa
Fuente: ReL