La corrección fraterna nunca debe hacerse en primera instancia ante terceros. Y tiene una doble cara: también hay que saber recibirla.
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Foto (contextual): Yan Krukau / Pexels. Dominio público |
XXIII
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A. Mateo 18, 15-20
En el Evangelio de este domingo leemos: "En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: 'Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él.
Si te escucha, habrás ganado un hermano'".
Jesús habla de toda culpa; no
restringe el campo sólo a la que se comete contra nosotros. En este último caso
de hecho es prácticamente imposible distinguir si lo que nos mueve es el celo
por la verdad o nuestro amor propio herido. En cualquier caso, sería más una
autodefensa que una corrección fraterna. Cuando la falta es contra nosotros, el primer deber no es la
corrección, sino el perdón.
¿Por qué dice Jesús: "Repréndele a solas"? Ante todo por respeto al
buen nombre del hermano, a su dignidad. Lo peor sería pretender corregir a un
hombre en presencia de su esposa, o a una mujer en presencia de su marido; a un
padre delante de sus hijos, a un maestro en presencia de sus alumnos, a un
superior ante sus subordinados. Esto es, en presencia de las personas cuyo respeto y estima a uno
le importa más. El asunto se convierte inmediatamente en un proceso
público. Será muy difícil que la persona acepte de buen grado la corrección. Le
va en ello su dignidad.
Dice "a solas tú con él" también para dar a la persona la posibilidad de defenderse y
explicar su propia acción con toda libertad. Muchas veces, en efecto, aquello
que a un observador externo le parece una culpa, en la intención de quien la ha
cometido no lo es. Una explicación sincera disipa muchos malentendidos. Pero
esto deja de ser posible cuando
el tema se pone en conocimiento de muchos.
Cuando por cualquier motivo no es posible corregir fraternamente, a solas, a la
persona que ha errado, hay algo que absolutamente se debe evitar: la divulgación, sin necesidad, de
la culpa del hermano, hablar mal de él o incluso calumniarle, dando por
probado aquello que no lo es o exagerando la culpa. "No habléis mal unos
de otros", dice la Escritura (St 4,11). El cotilleo no es menos malo o
reprobable sólo porque ahora se le llame "gossip".
Una vez una mujer fue a confesarse con San Felipe Neri acusándose de haber hablado mal de
algunas personas. El santo la absolvió, pero le puso una extraña penitencia. Le
dijo que fuera a casa, tomara una gallina y volviera donde él desplumándola
poco a poco a lo largo del camino. Cuando estuvo de nuevo ante él, le dijo:
"Ahora vuelve a casa y recoge una por una las plumas que has dejado caer
cuando venías hacia aquí". La mujer le mostró la imposibilidad: el viento
las había dispersado. Ahí es donde quería llegar San Felipe. "Ya ves -le
dijo- que es imposible recoger las plumas una vez que se las ha llevado el
viento, igual que es
imposible retirar murmuraciones y calumnias una vez que han salido de la boca".
Volviendo al tema de la corrección, hay que decir que no siempre depende de
nosotros el buen resultado al hacer una corrección (a pesar de nuestras mejores
disposiciones, el otro puede que no la acepte, que se obstine); sin embargo, depende siempre y exclusivamente
de nosotros el buen resultado... al recibir una corrección. De hecho la
persona que "ha cometido la culpa" bien podría ser yo y el que
corrige ser el otro: el marido, la mujer, el amigo, el hermano de comunidad o
el padre superior.
En resumen, no existe sólo la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo el deber de corregir, sino
también el deber de dejarse corregir. Más aún: aquí es donde se ve si uno
ha madurado lo bastante como para corregir a los demás. Quien quiera corregir a
otro debe estar dispuesto también a dejarse corregir. Cuando veáis a alguien
que recibe una observación y le oigáis responder con sencillez: "Tienes
razón, ¡gracias por habérmelo dicho!", quitaos el sombrero: estáis ante un
auténtico hombre o ante una auténtica mujer.
La enseñanza de Cristo sobre
la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dijo en otra
ocasión: "¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y
no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu
hermano: 'Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo', no viendo tú
mismo la viga que hay en el tuyo?'" (Lc 6, 41 y ss.).
Lo que Jesús nos ha enseñado sobre la corrección puede ser también muy útil en
cuanto a la educación de
los hijos. La corrección es uno de los deberes fundamentales del
progenitor: "¿Qué hijo hay a quien su padre no corrige?" (Hb 12,7); y
también: "Endereza la planta mientras está tierna, si no quieres que
crezca irremediablemente torcida". La renuncia total a toda forma de corrección es uno de los
peores servicios que se puede hacer a los hijos, y sin embargo hoy
lamentablemente es frecuentísimo.
Sólo hay que evitar que la corrección misma se transforme en un acto de
acusación o en una crítica. Al corregir más bien hay que circunscribir la reprobación al
error cometido, no generalizarla rechazando en bloque a toda la persona y
su conducta. Más aún: aprovechar la corrección para poner en primer plano todo
el bien que se reconoce en el chaval y lo mucho que se espera de él, de manera
que la corrección se presente más como un aliento que como una descalificación.
Este era el método que usaba San
Juan Bosco con sus chicos.
No es fácil, en casos individuales, comprender si es mejor corregir o dejar
pasar, hablar o callar. Por eso es importante tener en cuenta la regla de oro,
válida para todos los casos, que el Apóstol da en la segunda lectura: "Con
nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor... El amor no hace mal al
prójimo". Agustín sintetizó
todo esto en la máxima "Ama y haz lo que quieras". Hay que asegurarse
ante todo de que haya en el corazón una disposición fundamental de acogida
hacia la persona. Después, lo que se decida hacer, sea corregir o callar,
estará bien, porque el amor "jamás hace daño a nadie".
Por Raniero
Cantalamessa
Tomado
de Homilética./ReL