Gracias a su inocencia alcanzó aquel grado de santidad elevado que solo puede dar la pureza y hoy comparte contigo
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John-Mark Smith | CC |
San Luis Gonzaga es el protector de los jóvenes porque sin duda
fue un gran testimonio para la juventud en aquel entonces y lo sigue siendo para
la juventud actual. Por eso tantas escuelas y colegios católicos llevan su
nombre.
Este jovencito que murió a los 23 años habría podido ser una
persona de la nobleza, un marqués, pero esa vida no lo llenaba.
Había comprendido desde su corta edad que lo esperaba una «vida
mejor», más completa, conforme al designio divino.
Lo terreno era poco y llegar a Dios lo era todo
Luis Gonzaga pertenecía a esas almas escogidas en las que Dios
derrama gracias y dones en sobreabundancia para mantenerlas inocentes.
Y gracias a su inocencia alcanzó aquel grado de santidad elevado
que solo puede dar la pureza, pureza de alma y
cuerpo, pureza de niño.
En el año 1591, año de su muerte, Roma estaba acechada por una de
las grandes pestes históricas.
Luis se encontraba en el Colegio Romano, con la Compañía de Jesús,
para cumplir su gran deseo de ser sacerdote.
Cuando vio a un contagiado tirado en
la calle vio al mismo Jesucristo, lo alzó en sus hombros y lo llevó al hospital. Este gran
gesto de amor y servicio al prójimo fue el último, porque se contagió de
la peste.
Pasó sus últimos días agonizando allí en seminario, e indicó a su
rector y compañeros cuándo sería el momento de su muerte.
«Moriré esta noche»
Así fue su muerte en santidad:
Padres y
novicios de todas las casas, al enterarse de la predicción de su muerte, se
apresuraron a despedirse, encomendarse a sus oraciones y pedir su último
consejo.
La enfermedad
había socavado la salud de su cuerpo, pero su alma crecía en santidad con cada
momento que pasaba. Así, escuchaba a todos con cariño, prometiendo recordarlos
una vez que subiera al Cielo.
Cuando llegó
la noche, el Padre Rector, al ver que Luis todavía hablaba con facilidad,
concluyó que no moriría esa noche y ordenó a los hermanos que se fueran a
dormir.
En la sala sólo
quedaban dos sacerdotes para socorrer al enfermo, además de su confesor, san Roberto
Bellarmino.
Luis no ocultó
su profunda alegría: ¡ir al Cielo, unirse definitivamente con Dios era lo que
más había deseado durante su corta vida!
Después de
algún tiempo, le dijo al confesor:
– Padre, puede
hacer la oración fúnebre.
El sacerdote lo hizo de inmediato, con mucha
participación y devoción. Sereno, tranquilo y confiado, Luis esperó el momento
supremo, que no se hizo esperar: hacia las ocho de la noche, con los ojos fijos
en el crucifijo que sostenía en sus manos, entró serenamente en los terribles
dolores de la agonía.
Ningún
gemido salió de sus labios, su mirada no se apartó ni un instante de Aquel que
había sufrido tanto por nosotros en la Cruz. Al pronunciar el Santísimo Nombre
de Jesús, entregó su alma a Dios en completa paz.
Sus reliquias se encuentran en la Basílica de san Ignacio, al lado
del Colegio Romano donde murió.
Maria Paola
Daud
Fuente: Aleteia