Poco antes de las cuatro de la mañana no se ve un alma por las calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Entramos en el Santo Sepulcro vacío, donde hace dos milenios «comenzó todo», subraya un sacerdote que ha dormido allí
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Un sacerdote armenio ortodoxo en oración ante el edículo Foto: Victoria I. Cardiel |
Hay dos ciudades santas. La Jerusalén de día,
con su trasiego frenético por el zoco, y la de la noche, con su quietud apenas
interrumpida por el andar renqueante de un gato callejero. Cuando el corazón de
las tres religiones monoteístas —cristiana, judía y musulmana— se funde a
negro, se despoja del traqueteo bullicioso de los turistas, de los peregrinos
que con fervor reviven las estaciones del vía crucis, del blanco y negro de los
judíos ortodoxos, del laberinto de especias orientales y de los colores de los
caftanes. En la madrugada de la Ciudad Vieja el silencio lo invade todo. No se
ve un alma. Hasta que se escucha el tintineo de la llave que abre el portón de
madera en honor a santa Elena, una de las primeras mujeres que viajó a los
santos lugares.
Son exactamente las cuatro de la mañana y, al
otro lado, la explanada de la basílica del Santo Sepulcro todavía duerme. Dos
familias musulmanas, los Joudeh y los Nuseibeh, custodian desde hace siglos el
ritual de acceso al templo cristiano que contiene parte de la roca del Gólgota,
donde Jesús fue crucificado. Los primeros presumen de que el propio Saladino,
uno de los más grandes gobernantes del mundo islámico, les entregó la llave —que
hoy está negra de tan oxidada—, forjada en 1149. Los segundos han transmitido
de generación en generación la tarea de abrir y cerrar la gran puerta del
templo.
Todos los días, como si fuera parte de esa
tradición viva, Murad, un cristiano armenio cuya familia fue perseguida por el
Imperio otomano, se acerca a presenciar el solemne ceremonial. «Me da fuerzas
para afrontar las vicisitudes del día», señala sin dar importancia al madrugón
cotidiano. Con paso ágil se acerca hasta el edículo, el templete de mármol
erigido en 1810 para proteger la tumba de Jesucristo, y participa en la
liturgia con la que dos sacerdotes ortodoxos armenios, entre incienso y rezos,
despiertan el Santo Sepulcro vacío. En el altar, situado justo detrás, un
religioso copto canta salmos en la lengua egipcia que usaba su pueblo antes del
árabe. Y, subiendo por una empinada escalera, en el Calvario, un sacerdote
eslovaco preside la Misa junto a un par de jóvenes.
El espacio espiritual está repartido en esta
basílica con rigor milimétrico entre las seis comunidades cristianas que —según
el acuerdo del status quo definido en el siglo XVIII, durante el
reinado del sultán otomano Osman III— tienen jurisdicción sobre él. Prueba de
ese difícil equilibrio es la pequeña escalera de madera que reposa desde
principios del siglo XIX bajo el alféizar de una de las ventanas del primer
piso en la fachada. La falta de consenso en esta zona de competencia común ha
impedido retirarla.
Sin colas ni flashes
Morar de noche en el angosto lugar santo, libre
de las masificaciones de peregrinos, es todo un privilegio. Lo sabe bien el
sacerdote Bala Anthony, de origen indio pero residente en Texas (Estados
Unidos). Ya había estado antes de peregrinación en Jerusalén, pero nunca había
pasado la noche en el corazón del cristianismo. «Aquí comenzó todo», asegura
sonriente. Como las mujeres que encontraron la tumba vacía, Anthony no ha
tenido que hacer cola para entrar en el edículo. No ha tenido que soportar el
murmullo incesante de los peregrinos y curiosos o el flash de las
cámaras y de los teléfonos móviles antes de tocar, bajo el altar de la capilla
del Calvario, el lugar donde Cristo expiró. Sus ojos lo dicen todo. Está
profundamente conmocionado, a pesar de que ha dormido solo unos pocos minutos
en la cripta de la capilla de Santa Elena. Para repetir su experiencia solo hay
que pedir autorización con un mes de antelación a la Custodia de Tierra Santa,
la fraternidad de los franciscanos que protege los santos lugares. Una misión
que les confió la Santa Sede a finales del año 1342, como legado de la visita
profética de san Francisco al sultán de Egipto en 1219.
Los dueños de las fronteras
• Franciscanos. La Santa Sede les
encargó a finales de 1342 la custodia de los lugares consagrados por la
presencia de Jesús en Tierra Santa. En el Santo Sepulcro gestionan la capilla
de la Crucifixión, junto al Calvario, y los oratorios consagrados donde Cristo
resucitado se apareció a las mujeres. En otra gruta, los franciscanos también
veneran el lugar donde Elena descubrió la cruz.
• Griegos. La Iglesia greco-ortodoxa
está presente en Tierra Santa desde hace 1.700 años, como descendiente directa
de Santiago, primer obispo de Jerusalén. Controla la mayor parte del templo,
que ellos llaman iglesia de la Resurrección: el Calvario, la roca en la que se
levantó la cruz de Cristo; la piedra de la unción del cuerpo de Jesús y el
acceso al templete donde se hallaba su tumba. En el Katholicón o Coro
de los Griegos se halla el ónfalo, un punto que varias referencias bíblicas
consideran el centro del mundo.
• Armenios. El pueblo armenio, el
primero en abrazar el cristianismo como religión nacional, está presente en
Jerusalén desde el siglo V. Les pertenece la capilla de Santa Elena, madre del
emperador Constantino.
• Coptos. Son los descendientes de la
primera comunidad cristiana en el valle del Nilo. Tienen una pequeña capilla
donde se sitúa la piedra en la que reposó la cabeza de Jesús ya muerto.
• Etíopes. Los etíopes o abisinios
representan al primer país cristiano de África. Una comunidad de monjes vive de
forma austera en las celdas que están sobre el techo de la capilla de Santa
Elena.
• Siriacos. La Iglesia siríaca de rito antioqueno es la primera heredera de la antigua Iglesia judeocristiana. Controla la capilla del ábside norte, en el acceso a la tumba de José de Arimatea.
Victoria Isabel Cardiel C.
Fuente: Alfa y
Omega