El Espíritu Santo es el protagonista de la homilía del Santo Padre Francisco en la Santa Misa Crismal
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El Papa habla del camino del ministerio
sacerdotal en cada etapa, desde la primera llamada, de sus dificultades, de las
vacilaciones, hasta llegar a la madurez sacerdotal, y afirma de ella:
"pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el
protagonista de nuestra vida.“
El sacerdocio no crece
remendándose, sino “desbordándose”. El Papa Francisco lo subraya en su homilía
de la Santa Misa Crismal, celebrada en la Basílica Vaticana en este Jueves
Santo. El Espíritu Santo abarca la completa reflexión del pontífice, que
recuerda, ante todo, las palabras con las que Jesús comenzó la predicación: «El
Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18).
En el día en que nació el
sacerdocio, el Papa habla de cuán hermoso es "reconocer que Él está en el
origen de nuestro ministerio, de la vida y de la vitalidad de todo pastor”. De
hecho sin el Espíritu, dador de vida, tampoco la Iglesia sería Esposa viva de
Cristo, si no, a lo sumo, “una organización religiosa”. No sería “el Cuerpo de
Cristo”, sino “un templo construido por manos humanas”:
¿Cómo, pues, puede edificarse la
Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo”
que “habita en nosotros”? No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en
alguna zona de devoción. Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda
divina no hay nada en el hombre”.
“Por pura
gracia”
Francisco hace presente a los
pastores que no es por méritos, sino “por pura gracia” que han recibido la
unción que los ha hecho padres y pastores del Pueblo santo de Dios. Y es la
unción del Espíritu el primer aspecto que desarrolla en su homilía. Recuerda la
“primera unción” de Jesús, aquella en el vientre de María, y aquella en el
Jordán después de la cual “toda acción de Cristo” se realizó con la copresencia
del Espíritu Santo.
Jesús y el Espíritu actúan siempre
juntos, de modo que son como las dos manos del Padre que, extendidas
hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas
nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo.
La unción de
la Palabra que cambia vidas
El Señor – continúa diciéndoles el
Santo Padre - no sólo nos ha elegido y llamado, sino que ha derramado en
nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los
Apóstoles. Es a ellos a quien invita pues, a dirigir la mirada:
La unción de la Palabra cambió sus
vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos
de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí
todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. Tomaron
conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían
entendido.
Apóstoles en
el mundo
El “no conozco a ese hombre” que
Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena, no es
sólo "una defensa impulsiva, - señala Francisco -sino una confesión de
ignorancia espiritual": él y los demás quizá se esperaban una vida de
éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no
reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús
sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue
precisamente esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los
discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí
mismos.
Fue esa unción fervorosa la que
extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al
recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y
Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor;
los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que
salen y se convierten en apóstoles en el mundo.
El de los primeros apóstoles es un
itinerario que, corrobora el Santo Padre, también abarca la vida sacerdotal y
apostólica de los pastores hoy. También hoy los sacerdotes tienen una “primera
unción” que es la llamada de amor por la que se consagraron. Y también hoy,
llega para cada uno “la etapa pascual”, un momento de crisis que reviste
diversas formas:
A todos, antes o después, nos
sucede que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal
que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone
una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que
la fidelidad parezca más difícil que antes.
Cuando llega
la crisis, tiempo de una “segunda unción”
Se trata de una etapa de tentación,
"de prueba" que todos han tenido, tienen y tendrán, y que representa
un momento culminante para los que han sido ungidos por el ministerio de la que
se puede “salir mal parado”, advierte Francisco. Un momento en el
que se insinúan “tres tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que
uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno
intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del
desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia.
Y aquí está el gran riesgo:
mientras las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros
mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no
perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en
el desencanto. Es un destilado, ¿saben? Cuando el sacerdocio se desliza
lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se olvida de ser pastor del
pueblo, para convertirse en un clérigo de estado.
Pero esta crisis – enseña el Santo
Padre - puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en
la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección
definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la
mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una
honesta fidelidad al compromiso religioso». Es el momento “de una segunda
unción”, de acoger al Espíritu “en la fragilidad" de la propia realidad.
Es el kairós en el que descubrir
que «las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a
Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario,
acoger la lección y el fruto, e ir con la ayuda del Espíritu Santo hasta el
final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad».
El Santo Padre se detiene, deja los
papeles de lado y dice que tiene presente, en este preciso momento, a algunos
sacerdotes que están en crisis, que están desorientados y que no saben cómo
tomar el camino, cómo retomar el camino en esta segunda unción del
Espíritu.
A estos hermanos -los tengo
presentes- sencillamente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tus
debilidades, que tus pecados. Encomiéndate al Señor y deja que te llame por
segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te
ayudará; tirarlo todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate
acariciar por la unción del Espíritu Santo.
La madurez
sacerdotal
Después señala que el camino para
hacer el paso de maduración sacerdotal es “admitir la verdad de la propia
debilidad”. Es a lo que exhorta, dice, “el Espíritu de la Verdad”, que impulsa
a mirar hasta el fondo de cada uno para preguntarse:
¿Mi realización depende de lo bueno
que soy, del cargo que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que
hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las comodidades que puedo
garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida?
La madurez sacerdotal – afirma
luego el Papa - pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte
en el protagonista de nuestra vida. “Entonces todo cambia de perspectiva,
incluso las decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se
trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a
Aquel que nos ha impregnado de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo
de nosotros”.
Hermanos, redescubramos entonces
que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas
y se hace un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y,
abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida.
¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!
Custodiar la
unción
No hay que tolerar, advierte
también el Santo Padre, los dobleces, las “hipocresías clericales”, que son
peligrosas. Y citando a san Gregorio Magno, invita a los pastores a custodiar
la unción invocando y escuchando al Espíritu, que “lava las manchas”:
Quien predica la palabra de Dios
considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y
cómo debe predicar. [...] que no se atreva a decir exteriormente lo que no
hubiera oído primero en el interior». El maestro interior al que hay que escuchar
es el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir.
[…] Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en
nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando
lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones.
Llevar armonía
donde no la hay
“El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque el Señor me ha ungido”. “Él me ha ‘enviado’ –
subraya Francisco- a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia”, a
“llevar armonía donde no la hay”. La armonía, de hecho, es el segundo aspecto
que el Santo Padre quiere subrayar en su homilía. El Espíritu Santo – dice - es
armonía. Antes que nada, en el cielo, pero también en la tierra:
Él suscita la diversidad de los
carismas y la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la
homologación, sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la
multiplicidad.
Crear armonía es lo que Él desea,
especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Y “crear
armonía entre nosotros - asegura el Obispo de Roma - no es sólo un método
adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor.” No es bailar “el
minuet” añade, no es "una cuestión de estrategia o cortesía, sino una
exigencia interna de la vida en el Espíritu”. Y advierte que “se peca contra el
Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en
instrumentos de división, y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la
luz y ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las
cordadas, alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el
miedo”.
Tengamos cuidado, por favor, de no
ensuciar la unción del Espíritu y el manto de la Santa Madre Iglesia con la
desunión, con las polarizaciones, con cualquier falta de caridad y de comunión.
Recordemos que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma
comunitaria: la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la
obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias
pretensiones.
“Gracias”
El Papa concluye llamando a todos a
“custodiar la armonía” que “no es una virtud entre otras, es mucho más” puesto
que, sin ella, como dice San Gregorio Magno “queda demostrado que las demás
virtudes no son virtudes”. Piensa también en la “amabilidad del sacerdote” y en
cuánta gente “no se no se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente
acogida y amada, sino mirada con recelo y juzgada” y exhorta aún:
En nombre de Dios, ¡acojamos y
perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no
producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que
es comunión y armonía. Esto desagrada sobre todo al Espíritu Santo, a quien el
apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer (cf. Ef 4,30).
La gratitud, expresada más veces
por el Papa, es lo que marca el final de la homilía: gratitud por el testimonio
y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en
nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho
esfuerzo y poco reconocimiento.
Que el
Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y
lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su
unción y apóstoles de armonía.
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