Siempre ha llamado la atención que la comunidad cristiana de Corinto, al poco tiempo de su fundación por Pablo, negara la resurrección de los muertos.
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Dominio público |
Al enterarse de este ataque frontal a la fe, dice así: «si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Cor 15,13-14). La lógica de Pablo es impecable.
La resurrección de los muertos se fundamenta en el hecho de la resurrección de Cristo, al que Pablo llama en su carta «primicia de los que han muerto»; y en otro lugar «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18). Al hablar de primicias o de primogénito, indica que Jesús es el primero de una cosecha abundante y en salir de la muerte. Detrás de él, vendrán los que en él han muerto. Por eso, negar la resurrección de los muertos es negar el hecho mismo de la resurrección de Cristo.
Interesa observar, además, que una de las primeras afirmaciones de la fe cristiana sobre este misterio es la de los Hechos de los Apóstoles que, como sabemos, recoge la primitiva predicación de los apóstoles en Jerusalén a los pocos días de Pentecostés. El texto dice que apresaron a Pedro y Juan porque anunciaban «en Jesús la resurrección de los muertos» (Hch 4,2). La fórmula es extraordinaria. No dice que anunciaban la resurrección de Jesús, sino —permítaseme la glosa— que en Jesús los muertos habían empezado a resucitar.
Para entender esta fórmula, hay
que tener en cuenta que en el judaísmo de Jesús (y en el actual), la
resurrección es un fenómeno colectivo que tendrá lugar al fin de la historia.
Ahora bien, si los apóstoles predican que Jesús ha resucitado, quiere decir que
en él ha comenzado ya la resurrección universal por es “primicia” y
“primogénito” de entre los muertos. En cuanto vencedor de la muerte comunica a
los demás su propia victoria.
Este mensaje de la Pascua es de enorme actualidad. También hoy hay mucha gente, incluso cristianos, que niegan la resurrección de la carne. Consideran que, después de la muerte, ya se da la resurrección, lo cual es realmente incomprensible si es que uno se toma en serio el término resurrección y el hecho de que las tumbas están llenas de cadáveres. Esto sería una entelequia sin fundamento in re, que dirían los clásicos. La resurrección, para que sea tal, es resurrección de la carne, como muestra el hecho del sepulcro vacío de Jesús.
Cuando Pedro habla de
la diferencia entre el rey David y Jesús, dice: «El
patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro está entre nosotros hasta
el día de hoy… A Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos
testigos» (Hch
2,29.32). El paralelismo es elocuente. No necesita comentario. Jesús no podía permanecer en el sepulcro por
ser el Hijo de Dios. La resurrección no fue la reanimación de un cadáver, sino
la transformación de su carne mortal en gloriosa. De ahí que sea un misterio
indescriptible, pues, aunque acontece en la historia, la trasciende y pertenece
al ámbito de Dios.
Esta resurrección de Jesús es
primicia de la nuestra. También nuestros cuerpos serán transformados según el
modelo del cuerpo glorioso de Cristo. Esta es la fe de la Iglesia. En realidad,
es la única forma de entender la resurrección y dar al cuerpo el valor que
tiene, porque, como dice Félix de Azúa, «que
el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se puede concebir y solo cabe en
una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara».
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia