José Luis Restán reflexiona sobre la misión que realiza un obispo español en Zimbabwe
Mons. Ángel Floro en Zimbabwe. Foto: I. Benito |
Miraba con gratitud y una gran paz los 50 años que había
pasado en Zimbabwe, el país al que llegó al poco tiempo de haber sido ordenado
en su diócesis natal de Albacete.
La semana pasada me enteré de su
fallecimiento y no pude dejar de recordar aquella conversación en la que me
confió que había pedido al Papa que le nombrara pronto un sucesor al que dejar
las riendas de su amada diócesis de Gokwe, y también me aseguró que no pensaba
volver a España, porque se debía a su pueblo que no entendería su marcha.
Don Ángel dejó los paisajes de su niñez en la
Sierra del Segura para injertarse en una tierra dramática y maravillosa de la
que se enamoró rápidamente, sobre todo de sus gentes.
En sus bodas de oro sacerdotales el Papa le
escribió un hermoso mensaje en el que hablaba de la fe con la que había
conducido a su pueblo través de la prosperidad y la adversidad… Así ha sido,
literalmente, sin eludir momentos difíciles de confrontación con las
autoridades del país, cuando así lo requerían la defensa de la justicia y la
libertad de la Iglesia.
Como él mismo explicaba, el sueño de Dios se ha visto
realizado a través del “Sí” de muchos misioneros españoles del IEME, que en el
lejano 1970 llegaron a ser 40 en aquel país africano. Ellos, de los que casi
nunca se habla, han sentado las bases de una Iglesia llena de vitalidad.
Una de sus mayores alegrías en la etapa final
de su vida ha sido ver que su sucesor era un obispo autóctono, Mons. Rudolf
Nyandoro, y que ya son más de 30 sacerdotes nativos los que se encargan de
pastorear la diócesis en cuya tierra ya descansa. El buen grano de trigo se ha
metido hasta el fondo en la tierra de Zimbabwe y ha dado una cosecha abundante.
Esta sí que es noticia de la Iglesia.
José Luis Restán
Fuente: COPE/ECCLESIA