Su misión es anunciar la fe a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tim 4,2), es decir, anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, el Redentor, sin miedo a la persecución.
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Cardenal Robert Sarah © Maurice Page. Dominio público |
El purpurado hizo la siguiente gira en tres días: visita a los
patronatos de los Oblatos de San Vicente de Paúl, seguida de Vísperas en la
basílica del Sagrado Corazón el sábado 11 de marzo; misa solemne en la
concatedral de Notre-Dame y conferencia de Cuaresma el domingo 12 de marzo;
misa en la capilla de las Dominicas del Inmaculado Corazón de María y encuentro
con los enfermos y pobres a su cargo, y una memorable visita a la Cartuja de
Portes el lunes 13 de marzo.
En todas partes, el cardenal Sarah fue acogido con
entusiasmo y fervor por un gran número de fieles que
apreciaron sus palabras valientes, lúcidas y claras, marcadas por la verdad del
Evangelio, así como la serenidad que emanaba de su persona, su atención a todos
y su paternidad hacia los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles,
especialmente las familias: padres e hijos se arrodillaron ante él para recibir
su bendición.
En sus diversas intervenciones - homilías, discursos - el
cardenal Sarah afirmó que la Cruz, la Hostia y la Virgen María deben estar en
el centro de la vida de todo bautizado, de ahí las tres palabras latinas que
repite muy a menudo, como un lema: Crux, Hostia, Virgo. La
Cruz nos hace nacer a la vida divina. Sin la Eucaristía, donde se hace presente
la Cruz redentora, no podemos vivir. Y la Virgen María, que es
nuestra Madre celestial, vela por nuestro crecimiento espiritual y nos educa
para crecer en la fe.
Todo bautizado debe
aceptar decir, como san Pablo, a través de las realidades concretas de su existencia:
«Con Cristo estoy crucificado. Vivo, pero ya no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí» (cf. Ga 2, 19-20). Sólo a través de la Cruz y al final de un
prodigioso descenso a abismos de humillación, Cristo, Hijo de Dios, arrancó a
los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte para hacerlos partícipes
de su divinidad.
La Santa Misa hace presente el Sacrificio del Calvario. En
consecuencia, puesto que la vida de todo bautizado está marcada
por la Cruz, está llamado a vivir intensamente esta verdadera
consustancialidad entre el Calvario y el Santo Sacrificio de la Misa, para
obtener todas las gracias procuradas por la Eucaristía celebrada, adorada y
recibida en la Sagrada Comunión. Por último, al pie de la Cruz estaba la Virgen María,
la Madre de Dios, que, por su compasión por los sufrimientos redentores de
Jesús, se convirtió en nuestra Madre: ella nos conduce
pacientemente cada día hacia Cristo el Señor, su divino
Hijo.
Un segundo tema desarrollado por el cardenal Sarah es el de la
Iglesia. Al recordar con fuerza que Jesús no fundó la Iglesia para resolver
todos los problemas sociales, climáticos, ecológicos o
ligados al fenómeno de la inmigración masiva e incontrolada,
el cardenal Sarah afirma que la Iglesia es una realidad fundamentalmente
distinta: es el Cuerpo Místico de Cristo, su santa e inmaculada Esposa.
Su misión es anunciar la fe a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tim
4,2), es decir, anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, el Redentor, sin
miedo a la persecución, a la burla de los «bienpensantes» y a la marginación.
Además, añade el cardenal Sarah, en los países occidentales, el
miedo, mal consejero, es una lepra que paraliza al misionero de la Nueva
Evangelización.
Así pues, la Iglesia no se inventa a sí misma a través de coloquios,
conferencias, debates, reuniones informales, entrevistas en los medios de
comunicación e incluso sínodos cuyo orden del día es la reforma de sus
estructuras esenciales. En efecto, la Iglesia, una, santa, católica y
apostólica, no puede estar a merced de mayorías circunstanciales que propugnan
cambios incompatibles con su verdadera naturaleza, que son la
expresión de ideologías promovidas por grupos de presión... que otras mayorías
cuestionarán más tarde.
Esto es particularmente cierto en el caso del celibato
sacerdotal, que es de origen apostólico y de ninguna manera puede ser
cuestionado, y de la familia cristiana fundada en el
sacramento del matrimonio, donde la unión indisoluble de un hombre y una mujer queda
sellada y abierta a la transmisión de la vida. La Iglesia recibe a Cristo, su
Fundador y Esposo, de rodillas, bañando los pies traspasados de Jesús con
lágrimas de arrepentimiento y gratitud, en oración y adoración, contemplando a
su Esposo como la mujer pecadora y perdonada del Evangelio (cf. Lc 7, 38).
Fuente: HN/InfoCatólica