En su primera homilía, un sacerdote confiesa lo que vivió en un convento de religiosas y la respuesta de Dios que llegó más tarde
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Creo
que te he contado que sigo algunos sacerdotes en Twitter. Me ayuda a
descubrir su humanidad y también la dulce presencia de Jesús en sus almas.
Esta
mañana al abrir mi cuenta de Twitter me encontré con este simpático mensaje del Padre Israel:
Os
comparto las palabras de mi homilía en la Primera Misa que celebré en mi vida,
fue en las Hermanas de la Cruz. P. Israel.
Me
llamó la atención. Cuando leas la maravillosa historia que relata, comprenderás.
A pesar tantas dificultades, llegó a ser
sacerdote.
Imagino
cómo fue la noche anterior a su primera misa, cuánta ilusión…
Leí
su homilía. Me encantó por su profundidad, anhelos de santidad y porque está
llena de «ternura» e historias cotidianas, al mejor estilo de Don Bosco,
quien solía siempre incluir anécdotas y vivencias en sus homilías para que
llegaran al corazón de los fieles.
Creo
que es una homilía que
no pierde vigencia y se mantiene en el tiempo, edifica y nos ayuda a
reencontrar el sentido de la vida y el deseo de santidad, más allá de lo que
nos ofrece este mundo.
HOMILÍA en la casa madre de las Hermanas
de la Cruz, 6 de septiembre de 2010
Queridas hermanas:
Os
voy a confesar un secreto: hace algo más de diez años que vine a esta santa
casa por primera vez.
Fue a una primera misa
como hoy, y me sucedió una experiencia inexplicable y extrañísima. Todo fue
sobrecogedor para mí. Desde veros sentadas, hasta el olor
de la casa.
Tal fue mi impresión, que
al salir por la puerta del convento finalizada la misa, experimenté
una gran nostalgia por irme; no quería. Había encontrado algo que buscaba y
sentía la necesidad de quedarme.
¡Qué locura! ¡Cómo ser yo
hermana de la cruz, si Dios me había hecho varón!
Durante mucho tiempo no
supe el porqué de esta experiencia, hasta que comprendí, antes de entrar
en el seminario, arrodillado ante santa
Ángela, que el Señor, por medio de vosotras, había
despertado en mí la llamada a ser SANTO.
¿Y cómo ser santo?
Mi abuelo era artista.
Cuando yo era niño, hizo un nacimiento con sus manos, del que hoy solo queda el
pesebre, una cunita de palos de madera y que, proféticamente, tiene en la
cabecera una cruz de palo.
Esta
es la santidad a la que me llamaba el Señor y a la cual tanta resistencia he
puesto siempre en
mi vida: unir
su gran misterio de amor de nacer siendo uno de nosotros y redimirnos en una
cruz.
Me
llamaba a aceptar mi cruz: la de ser huérfano y
vivir en una sola habitación con mis abuelos y mi hermana y además, ser un buen
cristiano.
Hasta los 16 años, no
quise y me resistí. Renegaba de esta vida y le echaba en cara a Dios su error
conmigo, pues esa vida no me gustaba ni la quería.
¿Qué ha pasado para que hoy esté
aquí recién ordenado sacerdote?
¿Qué ha pasado? Nunca
habrá palabras que lo expliquen. Igual que el enamorado descubre el amor
hacia la amada, así, un día descubrí en mi corazón que Dios me
amaba tal como soy y para siempre.
Fue entonces cuando
comprendí que me llamaba a seguirlo, a dejar mis estudios en la universidad,
mis amigos, una posible vida matrimonial, y algún día a mi abuelita a quien amo
con todo mi corazón y más. Pero Él es el único que me sacia por completo,
y sí: me había seducido.
De este modo, descubrí que la felicidad sólo
estaba en Cristo y dejé de buscar más: cuando uno encuentra lo mejor, ya no quiere
seguir buscando.
Acudí a María para que me
enseñara a decir siempre SÍ
«¿Quién es Ella para ti?»,
me preguntó un día mi párroco, que hoy está en el cielo. Y le dije: «Es mi
Madre; yo así la siento en mi abuela y en mi madre, que murió cuando sólo tenía
5 años; ella siempre ha cuidado de mí y me ha llevado a Cristo».
Yo
no era feliz, y me dijo por boca de Juan Pablo II: «¡No tengas miedo, dar la
vida a Cristo vale la pena, y te llena completamente el corazón! Sólo Él tiene
el secreto de la felicidad verdadera».
Descubrí
el sentido de mi vida, Cristo, en los que sufren y en los pobres, como yo lo
era y soy.
Él me envía a hacerlo
presente con su amor en los más débiles, a decirles con obras y palabras que Jesús no es
ajeno a sus dolores, que Él los ama como nadie.
Dios me ha hecho feliz
Hoy
soy muy feliz: decir sí al Señor, me ha hecho feliz. Cristo me pedía mi
tiempo y mi juventud, que el amor que había recibido gratis lo diera a los
demás, en especial a los que más sufren, los enfermos y los pobres.
Ser sacerdote es un modo
maravilloso de realizarse y servir a los demás llevándoles a Jesús.
Ahora no sé vivir sin Cristo. Es cierto que no ha sido
fácil.
En las dificultades en
casa y en especial en tener que cuidar de mi abuela, he tenido que
discernir si mi fe, mi vocación, era verdadera o era una farsa.
Cuando me levantaba varias
veces en la noche a llevarla al baño, sólo me ayudaba pensar que era a Cristo
mismo, el que caminaba con la Cruz hacia el Calvario, al que acompañaba como un
cireneo.
Sin miedo
Queridas hermanas: cuando
estos días veo a mi sobrino, con apenas unos días de vida, experimento que no somos de
aquí, hay que nacer de nuevo, somos ciudadanos celestes, del
Cielo.
No
tengáis miedo de ser santas, ¿para qué queréis vuestras vidas sino para ser
santas?
El «no ser, no querer ser;
pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera» se completa con el «ya no soy yo,
es Cristo quien vive en mí» de san Pablo.
El
mismo Cristo que vivió en Nazaret y Galilea, hoy se va a hacer presente aquí
para ti y para mí, por medio de mis manos de barro.
Hoy, este gran Misterio
Celeste se hace presente aquí, Cristo VIVO en la Eucaristía nos acerca a
la vida eterna a la que estamos llamados.
No tengamos miedo seamos
santos, Madre María de la Purísima nos ha enseñado que es posible: ¡ÁNIMO!
P. Israel Risquet
Me
quedo con este hermoso llamado del Padre Israel en su primera homilía:
«No
tengáis miedo de ser santas, ¿para qué queréis vuestras vidas sino para ser
santas?»
¿Me permites pedirte un favor? Esta noche reza por este buen
sacerdote que sueña con ser santo para Jesús, y por todos nuestros sacerdotes y
los que algún día lo serán, para que anhelen siempre la santidad.
¡Dios
te bendiga!
Claudio de Castro
Fuente: Aleteia