Muchos cristianos han dejado de aspirar a la santidad porque les parece un camino arduo y difícil como si se tratara de subir al Himalaya. La meta de la santidad es más alta que la del Himalaya, y a este no todo el mundo sube.
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Benedicto XVI ha dicho que los santos no se definen por las obras extraordinarias que han hecho (algunos sí, desde luego), sino por su apertura a la gracia de Dios, que les capacita para alcanzar la santidad. Y el Papa Francisco ha hablado de «los santos de la puerta de al lado» para indicar que podemos vivir junto a un santo y no habernos enterado.
¿Cuál es el fundamento de la santidad? En el pasaje del Evangelio de hoy, tomado del sermón de la montaña, Jesús comenta algunas prescripciones de la ley judía y termina con estas palabras: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,28). Si antes decíamos que el Himalaya es alto, es obvio que más alto que el Himalaya es la perfección de Dios. ¿Acaso el hombre puede asemejarse a él en el mismo grado? Jesús no quiere decir esto, evidentemente. Hay que tener en cuenta que está hablando a judíos, los cuales conocían la ley de la santidad dada por Moisés, que hoy leemos en el Levítico: «Seréis santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2).
Si observamos bien, Jesús ha cambiado la palabra Dios por la de Padre, acercando así al hombre la imagen de Dios. Y, cuando habla de este Padre, dice que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos. Aparte de este cambio hay otro que no debe pasar desapercibido. En el texto del Levítico se pide a los judíos que sean santos porque Dios lo es. Jesús no dice porque, sino como, lo cual dificulta más la comprensión de sus palabras.
Pero es muy posible que
Jesús, en su lengua materna, que es el arameo, utilizara también una partícula
que tiene los dos significados — porque y como— y el traductor
al griego no escogiera el adecuado. Jesús no dice que actuemos como el Padre
hasta llegar a la imitación perfecta, sino que el porqué de
nuestro obrar sea siempre mirar el comportamiento de Dios y recordar que, como
hijos suyos, debemos caminar por su misma senda. Cuando uno admira a su padre
es un orgullo ser como él. Y quizás esto es lo que falta a muchos cristianos:
que no miran a Dios ni se reconocen de verdad hijos suyos. Entonces pretenden
llegar a la santidad a fuerza de puños, y eso es misión imposible.
Cuando Santa Teresa de Jesús se preguntaba por la razón de no cumplir los propósitos que hacía, llegaba a la conclusión de que los hacía basada más en sus fuerzas que en la gracia de Dios. Gracias al bautismo, Dios nuestro Padre ha dejado impresa en nuestra naturaleza la posibilidad de agradarle en todo, que es otra manera de definir la santidad. Hemos de contar más con su gracia que con nuestras fuerzas si queremos hacer esta hermosa tarea. Otra santa Teresa, la de Lisieux, se consideraba demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección.
Consciente de sus
debilidades, imagina que el amor a Dios, o a Jesús, es como un ascensor que nos
eleva hasta la cumbre de la santidad sin tener que gastar tantos esfuerzos en
intentos que sólo se fían de las propias fuerzas. Contemplar a Dios, mirar su
perfección y reconocernos hijos suyos es el camino que muestra Jesús para
llegar a ser como él. Basta que nos hagamos una simple pregunta cuando dudamos
sobre lo que debemos hacer: ¿Cómo actuaría mi Padre en estas circunstancias
concretas de mi vida?
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia