San Agustín de Hipona, padre de generaciones de contemplativos y contemplativas, mostró por qué la primera pregunta a la que debemos responder no es «¿Qué pecados he cometido?», sino más bien «¿Quién soy yo ante ti, Dios mío?»
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Llega el final de año. Desde tiempos antiguos, se trata de una
ocasión natural para hacer un alto en el camino de la vida, un examen de
conciencia, y así poder dar gracias a Dios por los dones recibidos. Una manera
ideal para después comenzar el nuevo año con nuevo impulso vital.
San Agustín de Hipona (354-430), padre con su Regla de generaciones de
contemplativos y contemplativas, ofreció en su libro más leído, «Las Confesiones» la clave para comprender el
sentido del examen de conciencia: una reflexión, en oración, para evaluar la
propia vida con los ojos de Dios.
Un gran conocedor de san Agustín, el cardenal Carlo María Martini
S.I., arzobispo de Milán (1927 – 2012), constataba que «el examen de conciencia
es la primera de las prácticas de piedad que desaparece cuando la vida interior
comienza a declinar».
¿Por qué ocurre esto? Probablemente, porque el examen de
conciencia se ha convertido para muchos en una práctica formal, de escasa
utilidad, en la que se limitan a responder a la pregunta: «¿Qué pecados he
cometido?».
Aconsejados por san Agustín, nuestro examen de conciencia debería
responder a la pregunta central: «¿Quién soy yo ante ti, Dios mío?»; «¿Cómo
vivo ante ti, Padre?».
Quien lee «Las Confesiones» puede comprender que estas
dos preguntas constituyen la clave para vivir una verdadera relación a la luz
de Dios, con los demás y con la naturaleza que nos rodea.
San Agustín propone tres momentos, o tres etapas, para
poder comprender la vida a la luz de Dios. Las presentamos según las ilustraba
el cardenal Martini al predicar
Ejercicios Espirituales. Se trata de tres momentos que también pueden ser
analizados para preparar la confesión sacramental.
Todo examen de conciencia debería comenzar respondiendo a la
pregunta: ¿por qué motivo debo dar gracias a Dios principalmente en este
tiempo?
Es la «confesión de alabanza» o acción de
gracias. Se trata de poner nuestra vida a la luz del amor misericordioso de
Dios.
Hay muchas páginas de san Agustín que nos pueden inspirar para
responder a esta pregunta: «Yo te alabo y te glorifico, Dios mío, porque tú me
has amado, me has perdonado, me has conservado hasta este momento, porque solo
tú eres grande, misericordioso, poderoso, santo, porque riges el mundo con tu
fuerza y tu sabiduría, porque tú te manifiestas en todas las situaciones de la
Tierra, en las personas que conozco».
Tras ponernos en presencia de Dios, surge de manera espontánea
después la «confesión
de vida».
Se trata de responder a las preguntas: «¿Qué aspecto de mi vida no
agrada a la mirada de Dios?». ¿Por qué mi pobre vida no está a la altura
de los dones y del amor de Dios?
La confesión de vida no consiste en un
amargo arrepentimiento, en la conmiseración con uno mismo, en el sentimiento de
culpa.
La confesión de vida es confesar: «Señor,
tú me has conservado hasta ahora en tu amor y yo no he sido capaz de
corresponderte, de estar a la altura de mi vocación».
Es el momento para reconocer aquello que me aleja de Dios, aquello
que mancha la armonía de mi relación con Él, mis pecados, con los demás, con
los dones que el Señor me ha dado.
Puedo hacer esta confesión con el lenguaje de alabanza, de
confianza y de paz, a pesar de que se trata de un verdadero arrepentimiento de
mis pecados. La confesión de vida reconoce las ofensas
provocadas al corazón de Dios. De este modo, sufrimos con Él, por las heridas
que le provocamos. En última instancia, nuestro dolor por el dolor que le
infligimos nos debe llevar a un acto de amor.
De este modo, vemos ya como el segundo momento, la confesión de
vida, nos lleva después a la confesión de fe: la
certeza de que Dios, con su amor, me acoge y me cura. El acto de dolor se
convierte en en una manifestación de fe y, por consecuencia, de amor.
De ahí surge no solo el propósito de enmienda, sino también la
resolución concreta que adoptaré para que en 2023 mi vida esté en armonía con
el amor de Dios.
La confesión de fe es la esencia misma de
la fe cristiana: fe en Jesús salvador, fe evangélica en Jesús que salva al
hombre del pecado
Ha llegado el momento de decir: «Señor, creo en tu fuerza que me
sostiene en mi debilidad, creo en el poder de tus dones, que fortalecen mi
flaqueza e iluminan mi falta de serenidad, que alumbran mi camino oscuro y
sombrío; creo que tú eres el Salvador de mi vida, que has muerto en la cruz por
mis pecados».
En definitiva, san Agustín, con sus Confesiones, y tantos
contemplativos y contemplativas a lo largo de la historia, nos muestran que el
examen de conciencia, si es verdadero, necesariamente se convierte en un acto
de amor a Dios.
Por este motivo, tras este examen de conciencia, la Iglesia
aconseja concluir el año con la proclamación del «Te Deum», himno que durante siglos
los cristianos han atribuido (no es casualidad) a San Agustín y a San Ambrosio,
el obispo que tuvo un papel decisivo en su conversión y que le bautizó.