Siempre me han sorprendido las palabras de Jesús sobre la fe que leemos en el Evangelio de este domingo.
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Dominio público |
Un grano de mostaza es una
pizca en la palma de la mano. Apenas se ve. ¿Tan poca fe tenían los discípulos
—me pregunto— que no alcanzaban lo que pedían? La hipérbole es legítima, desde
luego, pero ¿hasta este extremo? ¿No tenían la fe de un grano de mostaza?
Quizás la clave de este dilema esté en lo que entendemos por fe.
Quienes recitamos el Credo en la misa o en la oración personal tenemos fe, y fe
verdadera. Quienes recibimos los sacramentos de la Iglesia, lo hacemos con fe.
Sin embargo, la fe no es solo el contenido de los dogmas ni la convicción de
que en los sacramentos recibimos la gracia de Dios. La fe es también la actitud
del corazón que se fía plenamente de Dios y se adhiere a su voluntad con la
certeza de que Dios no defrauda nunca. Es la total confianza en su poder y
magnanimidad.
En el Evangelio hay ejemplos de fe tan luminosos que hasta
sorprenden a Jesús. La mujer hemorroísa que se abre paso entre la gente para
tocar tan solo el manto de Jesús y, al hacerlo, quedó curada. El centurión que
pide la curación de su criado y, cuando Jesús se dispone a acompañarlo hasta su
casa, aquel le dice que no es necesario, pues una sola palabra de Jesús basta
para sanarlo. O la mujer fenicia de Siria, que acepta imperturbable las
palabras de Jesús, de apariencia despectiva, cuando le dice que el pan de los
hijos no se puede echar a los perrillos, para responderle con serena firmeza
que también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de los
hijos. «Mujer, qué grande es tu fe —afirma Jesús—, que se cumpla lo que deseas»
(Mt 15,28).
Quizás este último ejemplo nos ayuda a entender la razón por la
que nuestra fe no llega al tamaño de un grano de mostaza. Esta mujer estaba
convencida de que su plegaria tenía que ser escuchada. Estaba segura del poder
de Cristo, aun siendo una pagana, para darle lo que solicitaba. Y aceptó con
sencillez la humillación que suponían las palabras de Jesús al distinguir entre
los hijos y los perrillos, es decir, entre los hijos de Israel y los paganos,
que recibían tal calificativo. No se rindió ni se echó atrás en su demanda. Más
aún, con cierta osadía —la fe, cuando es verdadera, es osada— pide con
insistencia. Y, como dice Jesús, la fe se hace eficaz en la realización del
milagro: que se cumpla lo que deseas.
El hecho de que esta mujer sea pagana, como pagano era el
centurión que pide la curación de su criado, también es significativo para
entender que la fe, además de su aspecto cognoscitivo, tiene otro que podemos
llamar cordial, porque tiene su sede en los afectos del corazón. Ni el
centurión ni la mujer fenicia compartían la fe de Israel. Sin embargo, como
afirma Jesús del centurión, ni en Israel había encontrado tanta fe. Es posible
que los cristianos nos hemos acostumbrado a pensar que, por el hecho de serlo,
merecemos que Dios nos atienda y nos conceda sin más lo que pedimos.
Pero nuestra fe no tiene el
tamaño de un grano de mostaza cuando nos falta perseverancia, insistencia,
osadía en la petición. Creemos, sí, en las verdades de la fe, pero estas no
llegan a echar raíces en el corazón y moverlo con la certeza de que el Señor
puede realmente darnos lo que pedimos. Es entonces cuando debemos recordar que
«el justo vive de la fe», una fe viva, confiada, segura del poder de Cristo. Es
esta fe arraigada en el corazón la que debemos pedir como los discípulos:
«Auméntanos la fe».
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia