Las sorprendentes parábolas de la misericordia que leemos en este domingo —la dracma perdida, la oveja perdida y el hijo pródigo (no perdido)— nos descubren las entrañas de Dios tal como las conoce Jesucristo.
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Dominio público |
No se me malinterprete
pensando que animo al pecado para que el cielo no pierda su alegría. Quiero
decir que la alegría de Dios es infinita, como todo lo suyo, cuando un pecador
se levanta del fango para volverse al Padre.
Dios, descrito por Jesús, como el
anciano padre que otea el horizonte con la esperanza de ver retornar a su hijo,
se revela mejor a sí mismo cuando recrea que cuando crea. Crear de la nada,
para Dios, es sencillo. Recrear lo malogrado es un acto tan infinito de
humildad, que solo se explica por la alegría —también infinita— que produce. Con
estas parábolas Jesús nos ha revelado el rostro del Dios cristiano, que
devuelve la vida a quien la ha perdido.
Supongo que, cuando el hijo pródigo retornaba a casa iba repitiendo las palabras que debía decir a su padre al encontrarse con él: «ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Se parece a esos pecadores que, cuando van a confesarse, se repiten a sí mismos la lista de pecados para que no se les olvide ninguno, como si Dios fuera a pasar lista. Antes de que el hijo pudiera abrir la boca, el padre, al verlo venir, «echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos».
La misericordia se adelantó a la
confesión del hijo, pues el padre solo quería abrazarlo y besarlo. Un sabio
confesor decía a un penitente compungido que confesaba sus pecados: todo lo que
has dicho lo sabía Dios antes de que te arrodillaras, escucha ahora cuánto te
ama Dios y no lo sabes.
Es
triste que nuestra experiencia de Dios sea tan pobre como la de nuestra
condición pecadora. Cristo ha muerto para descubrirnos el amor de Dios, que se
adelanta a nuestra confesión con el poder de la gracia: por eso, el padre de la
parábola viste a su harapiento hijo con una túnica, le coloca un anillo en la
mano, sandalias en los pies y le prepara un banquete de fiesta. Después de
veinte siglos largos de cristianismo, aún no conocemos a Dios cuando, con el
corazón replegado sobre nosotros mismos, no levantamos la mirada hacia el
rostro del Padre y vemos, como decía un poeta, que Dios era el que más lloraba.
La experiencia de la gracia, la que
derriba del caballo y la que se filtra poco a poco en el alma, es indispensable
para conocer a Dios. Podemos explicar la gracia como ese levantarse del padre,
echar a correr y cubrir de besos al hijo. La gracia es el primer instante del
amor que recrea, sana, convierte y colma de felicidad. Por eso el pelagianismo,
que todo lo pone en la voluntad propia, incapacita para conocer a Dios. Nos
cierra en nuestra limitada pobreza, nos impide levantar la mirada y ver la
alegría de dios cuando recrea. Es obvio que la gracia requiere cooperación,
dejar de comer algarrobas y levantarse del fango.
Pero cuando hacemos esto, aun sin saberlo, ya
hemos sido tocados por la gracia, hemos descubierto que Alguien nos llama, nos
espera. Dios siempre tiene la iniciativa, se adelanta y corre hacia el hombre.
Como dice Jesús, «nadie
puede venir a mí si no lo atrae el Padre»
(Jn 6,44). Pero no nos atrae de cualquier manera, sino que sale al encuentro
para abrazarnos y cubrirnos de besos. Este es el secreto de la alegría que
desborda el cielo cuando un pecador se convierte. De esta alegría se privan quienes
se tienen por justos.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia