Isabel es una joven novicia clarisa del Monasterio de Santa Clara, erigido en Bogotá en el siglo XVII. A sus 28 años esta ingeniera industrial graduada en la Escuela Colombiana de Ingeniería relata qué le llevó a ingresar tras las rejas del convento en el año 2020.
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Isabel, novicia clarisa, a la derecha en la imagen, junto a Yohanna, todavía postulante, en el monasterio de Bogotá. Dominio público |
Creció con su padre y con su abuela. La fe
católica estaba presente en su hogar aunque no de una forma intensa. Ni siquiera iba a misa todos los
domingos. Nada parecía indicar mientras crecía que podría acabar como
monja de clausura.
“La llamada la sentí cuando estaba en Francia.
Una noche le pregunté al Señor si él me quería para la vida religiosa. A mi lado había una biblia y la
abrí en un versículo de Isaías que dice algo así como ‘Tú serás desposada con
tu creador’. Imagínese, yo preguntando y leo eso. ¡Para mí fue un sí!
Lloré y me emocioné. Le dije al Señor que sí, que aceptaba ser su esposa. A
partir de ese día mi vida cambió”, confiesa Isabel.
La joven había viajado a París para conseguir la doble titulación de su
carrera de Ingeniería, una posibilidad que le ofrecía su universidad. En
Europa llevaba una vida como la de cualquier estudiante. Iba a clase,
estudiaba, estaba con sus amigos y salía de fiesta de vez en cuando. También
llamaba al que entonces era su novio y que se había quedado en Bogotá.
Sin embargo,
en Francia se había unido
a un grupo de jóvenes católicos que había conocido allí y en cuyos
encuentros semanales comenzó a participar.
Junto a una amiga de ese grupo Isabel se fue a
hacer turismo fuera de París durante unos días. Eligieron un destino al azar y
buscaron un alojamiento que fuera económico. Y así fue como llegaron a hospedarse en un monasterio de
hermanas clarisas.
Durante el día conocían los alrededores, de
noche dormían en el monasterio. Cuando las vacaciones llegaron a su fin y su
amiga ya preparaba el regreso, Isabel decidió quedarse unos días más: quería
compartir tiempo con las monjas. Mientras les ayudaba en los oficios y les
hacía preguntas, comenzó a sentir algo especial. Fue entonces cuando leyó el versículo de la Biblia que la
llevó a un camino diferente.
“Al
salir del monasterio me sentía distinta. Me corté el pelo. Lo tenía largo y me lo dejé
por arriba del hombro. Paré de usar blusas de tiritas, esqueletos, y empecé a
llevar ropa sin mostrar tanta piel. Todos eran impulsos míos, como para no
olvidar el sí que le había dado al Señor”, recuerda.
Aún
le faltaba un año para graduarse y decidió cumplirlo, aunque tenía claro
que no ejercería como ingeniera, sino que su vida pasaría por ser religiosa. No
sabía a qué orden le gustaría pertenecer, pero pronto vio que si la llamada se
había dado en un monasterio de clarisas era en esta congregación donde debía
estar.
Isabel cuenta de aquel momento: “Tenía su hábito clavado en mi
mente: el color, la toca, el velo, todo. Oía la canción de santa Clara
y me ponía a llorar. Era algo incontrolable”, dice.
Cuando regresó a Bogotá ya había adelantado
conversaciones con religiosas de esta comunidad y sabía los pasos que debía
dar. Isabel llegó al monasterio con una maleta llena de ropa y libros
religiosos. Nada más. Su familia lloraba, ella se sentía como dormida.
“Yo sabía que una posibilidad era que entrara y
al mes ya estuviera desesperada por el encierro. O que no aguantara estar sin
mi familia. ¡O el simple hecho de que me dieran ganas de salir a comerme un
helado! Pero tenía la convicción de sentirme llamada. Y pensaba: si el Señor
así lo quiere, me va a ayudar a perseverar. Si no me ahoga el encierro, es
porque me quiere aquí. Después
de un año y medio, la reja y la clausura es lo que menos me afecta”, añade.
¿Ha tenido dudas en todo este tiempo? Así lo
vivió ella: “Uno se cuestiona, claro. Quizás algún día en que he estado cansada
o triste. Porque no todo es alegría. Hay momentos en que pienso: mi familia,
mis amigos, casarme, tener hijos, viajar. Esos temas llegan porque seguimos
siendo humanas. Pero lo que hago es esto: si la duda sigue una semana, le pongo
atención. Si no, es porque es pasajera. Y siempre se me pasa al día siguiente. El Señor me quiere
aquí”.
J. L.
Fuente: ReL