Se nos van las monjas cistercienses y, aunque muchos no lo entiendan, Segovia es más pobre sin ellas. Perdemos un hogar de oración y mística pegada a la tierra.
Foto: El Norte de Castilla. Dominio público |
Perdemos el Císter, arraigado en la
regla de san Benito y reformado por monjes, entre los que destaca san Bernardo
de Claraval, que retornaron a las fuentes del ora et labora y a la
austeridad tanto artística como litúrgica que se había descuidado por los
benedictinos de Cluny.
Pero quiero hablar sobre todo de sus cuatro monjas que aún habitan el monasterio, ancianas y cargadas de virtudes, que viven su partida como si las arrancaran de raíz de la bendita tierra que han trabajado y amado como una herencia recibida de Dios. La obediencia les conduce al final de sus vidas a otro hogar. Marchan con dolor y esperanza, con nostalgia de su vida escondida en este pequeño paraíso, testigo de la ofrenda de sus vidas, de su plegaria y silencio, de su hospitalidad fraterna, que echaremos de menos los segovianos.
Recuerdo la primera vez que celebré la Eucaristía con esta comunidad, cuyo número ascendía entonces a once monjas. Junto al altar, estaba el báculo de la abadesa mitrada (no sé si queda alguna en España con este rango). Bromeé con la madre diciéndole que su báculo era más alto que el mío y le pregunté si eso significaba competencia con mi autoridad. Sonrió como hacen los ángeles y me comentó que ella no lo usaba. En el Císter la autoridad pertenece a Cristo.
Ahora, la abadesa ha tenido la gentileza de regalarme el
báculo de su toma de posesión, que usaré como recuerdo de la autoridad de las
mujeres en la Iglesia (apenas recordada hoy), que se expresa en el servicio y
amor mutuo, el cuidado fraterno de la comunidad y la diligencia en la oración y
el trabajo que ha hecho del Císter un modelo indiscutible de humanidad y vida
en común.
Desde que la obediencia les dio a conocer el cierre del monasterio he tratado
más con estas monjas y he percibido mejor su espiritualidad y virtudes, su
extraordinario desprendimiento de los bienes de este mundo, y su deseo de
consumar sus vidas fieles al camino de santidad que encontraron en su juventud.
Una de ellas, que está ciega, vive acogida en las Hermanitas de los Pobres,
porque los carismas se hermanan fácilmente en la caridad. Su rostro rebosa la
luz interior del Císter y, aunque no ve, te mira con una ternura indecible, y
con la sonrisa de quien todo lo tiene en el Dios que la ama y sostiene.
Se nos van las monjas cistercienses y, aunque muchos no lo entiendan, Segovia es más pobre sin ellas. Perdemos un hogar de oración y mística pegada a la tierra. Perdemos una tradición de siglos. Nos quedamos sin un reclamo hacia Dios, como la campana que toca a maitines y a las horas canónicas.
Hasta el
final, cansadas de ordenar y limpiar para dejar todo en orden, han luchado por
dilatar su partida. Han podido celebrar el Triduo Sacro y contemplar la ciudad
de Segovia desde sus celdas con la oración que nunca nos faltará mientras vivan
en el agitado Madrid donde seguirán su camino de santificación. Para mí son
santas y lo digo con el orgullo del pastor que conoce a sus ovejas, aunque no
tanto como las conoce Cristo, el único que puede entrar en su secreto jardín
interior.
Gracias, hermanas, por su entereza, sabiduría, sencillez,
obediencia y humildad. Gracias por el testimonio de su vida. ¡Que Dios provea y
vuelvan a sonar las campanas que nos inviten a adorar a Dios!
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia