Durante la
Semana Santa, cada año, a lo largo de su vida, no dejó de acudir a los oficios
religiosos, hacer ofrendas y postrarse ante la cruz en su capilla privada
Estatua de Isabel la Católica |
El 19 de
diciembre de 1496, el papa Alejandro VI otorgaba la bula Si Convenit a los
reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. “A vuestra religión y alma
católica les abona un incesante interés por custodiar en vuestros reinos la fe
católica”, afirmaba el texto con el que se les dio el título de Reyes
Católicos.
Esta bula era
la culminación de toda una vida dedicada a la defensa del catolicismo en
prácticamente todas sus decisiones políticas. Unas decisiones alimentadas por
una fe y devoción privadas que, en el caso concreto de Isabel de Castilla, no
abandonaría hasta el último halo de vida.
Desde niña, la
princesa Isabel fue educada en un entorno profundamente piadoso. Al morir su
padre, el rey Juan II, dejó bien claro en su última voluntad que quería que su
esposa, la reina Isabel de Portugal, fuera la encargada de educar a Isabel y su
hermano Alfonso en la fe católica. La reina viuda había recibido de Roma el
derecho a celebrar la Eucaristía gracias al beneficio de tener un altar
portátil.
Además de su
madre, unos hombres de fe elegidos por los propios soberanos supervisarían los
conocimientos de la pequeña Isabel. Estos fueron el Obispo de Cuenca, Lope de
Barrientos, y el prior de Guadalupe, Gonzalo de Illescas. También los monjes
del convento de San Francisco de Arévalo, donde vivían entonces, influenciaron
en la personalidad de la futura reina de Castilla.
No es extraño
que desde entonces, y a lo largo de todo su reinado, Isabel fuera recordada y
descrita como una mujer “católica y devota”, en palabras de Hernando del
Pulgar. Andrés Bernáldez, por su parte, la definió como “muy católica en la
santa fe… devotísima y muy obediente a la Santa Madre Iglesia… contemplativa e
muy amiga e devota de la sancta e limpia religión”.
Las arduas y
constantes cuestiones de estado no impidieron a la reina olvidarse de los
oficios religiosos, de sus momentos de oración, meditación y confesión. Todo
ello, modeló en su personalidad una profunda fe que la llevó a vivir los
momentos clave de la vida de Jesús con gran intensidad. Cuentan las crónicas
que en cierta ocasión, Isabel de Castilla experimentó un momento excepcional
ante el Cristo de Burgos, una imagen que aún en la actualidad se venera y cobra
una principal relevancia durante la Semana Santa.
Cuando la reina
se postró ante la imagen, pidió que se le concediera el honor de poder
conservar un clavo de uno de los brazos de Cristo como reliquia. Al extraerlo,
el brazo cayó y fue tal la impresión que experimentó Isabel que cayó
desvanecida, permaneciendo varias horas desmayada. Como ella, otras
personalidades, como Felipe II o Santa Teresa de Jesús, sentirían una profunda
devoción por la talla burgalesa.
Isabel la
Católica vivió la fe con intensidad. Durante la Semana Santa, cada año, a lo
largo de su vida, no dejó de acudir a los oficios religiosos, hacer ofrendas y
postrarse ante la cruz en su capilla privada.
La última
Semana Santa que pasó en este mundo, la del año 1504, Isabel ya estaba agotada
de una larga vida de periplos, viajes, tribulaciones y guerras. Recluida en su
palacio de Medina del Campo, poco antes de que llegaran los días de la Pasión
de Cristo, pidió que se comprara tela de raso negro con la que substituiría sus
vestidos de bellos brocados y de terciopelo carmesí.
Según nos
cuenta Tarsicio de Azcona en su magna obra sobre Isabel la Católica, “con este
cambio de imagen y crecido fervor celebró la Reina en la intimidad de su casa
la Semana Santa y la Pascua”. Además de la liturgia, Isabel “realizó el
lavatorio de los pies de trece pobres, a los que la Reina vistió y dio de
comer”.
Aquella fue la
última Semana Santa que Isabel la Católica, reina de Castilla, pasó con vida. A
pesar de estar ya enferma y sentirse agotada, no quiso dejar de honrar a Cristo
en una de las celebraciones clave para cualquier católico. Pocos meses después,
fallecía en el mismo palacio.
Sandra Ferrer
Fuente: Aleteia