La escena del Bautismo de Jesús ha pasado a la piedad cristiana como un gesto de humildad. El Hijo de Dios se sitúa en la fila de los pecadores que hacen penitencia y son bautizados por el Bautista en el Jordán.
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Decía que en la piedad sencilla Jesús se ha humillado pasando por un pecador y Dios se encarga de añadir lo que no vemos: el misterio de la persona de Jesús. Esto es verdad, pero no toda la verdad. En la primitiva teología cristiana, el Bautismo de Jesús es una síntesis magistral de la obra redentora de Cristo, que nuestros hermanos de Oriente han plasmado con maestría en los iconos del Bautismo. Si prestamos atención a los mismos, que podemos hallar en internet, Jesús es pintado en las aguas del Jordán como si fuera un cadáver en su sepultura.
Las aguas son el símbolo de la muerte
donde Jesús se sumerge —no olvidemos que el verbo «bautizar» significa
naufragar, sumergirse en las aguas— para aniquilar al hombre viejo que el Hijo
de Dios ha asumido al tomar nuestra carne. Esta idea es fundamental para
entender que Cristo ha querido unirse a los pecadores para redimirlos, pasando
él también por la muerte. Por eso, san Pablo dirá, al hablar del Bautismo
cristiano, que los cristianos hemos sido sepultados con Cristo en su muerte, simbólicamente
padecida al ser bautizado en el Jordán. Se comprende así que en algún icono
Cristo aparezca pisando las puertas quebradas de la muerte como signo de que él
la ha vencido al resucitar de entre los muertos.
La manifestación del Espíritu en forma de paloma y la voz del Padre, que revela desde el cielo la identidad de Jesús, constituyen una solemne declaración de la divinidad de Jesús y de su misión en el mundo. El Jesús que sale de las aguas del Jordán es adorado por los ángeles y en su desnudez representa al Dios hecho carne y al Señor resucitado que, a través de las aguas del Jordán, comunica la vida al cosmos y al hombre caído. Podemos decir que, bajando a las profundidades de la muerte, representada en el río Jordán, sale de ella victorioso convertido en el nuevo Adán, imagen perfecta de todos los redimidos.
Estas verdades están muy bien expresadas por
san Proclo de Constantinopla: «Considerad este admirable y nuevo diluvio, superior en todo
al que tuvo lugar en tiempos de Noé. Porque entonces el agua del diluvio
destruyó al género humano; mas ahora el agua del bautismo, con la eficacia que
Cristo le comunica al ser él bautizado, retorna los muertos a la vida. Entonces
una paloma, llevando en su boca un ramo de olivo, designaba la fragancia del
olor de Cristo Señor; pero ahora el Espíritu Santo, al venir en forma de
paloma, pone de manifiesto al mismo Señor de la misericordia».
La
fiesta del Bautismo del Señor es un magnífico colofón del tiempo de Navidad.
Ungido por el Espíritu Santo, Jesús de Nazaret comienza su misión de predicar,
sanar nuestras heridas y perdonar nuestros pecados. A partir del Bautismo, la
vida de Jesús revela su misteriosa identidad de Hijo de Dios que, al asumir la
naturaleza humana, la restaura, la santifica y la lleva con él, en su
resurrección y retorno al Padre, mostrando así que el destino del hombre es el
suyo propio. Desde esta perspectiva podemos comprender mejor la grandeza de
nuestro Bautismo que nos hace participar de la gloria de Dios que se
manifestará más allá de la muerte.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia