La solemnidad de Todos los Santos apunta al origen y meta del cristiano y le advierte de que la vida es peregrinación.
Dominio público |
Es un cambio ligero pero significativo: nos acerca, en
primer lugar, la imagen de Dios, llamándolo Padre, e interpreta la santidad en
clave de perfección para hacernos entender que podemos llegar a alcanzarla,
porque todo en el hombre tiende a la perfección de su ser, a la plenitud de sus
capacidades si orienta bien su libertad.
Desde esta perspectiva, entendemos que san Pablo,
dirigiéndose a los cristianos de sus comunidades, los llame «santos». Si lo
consideramos bien, es una justa definición del cristiano, que ha sido
santificado en el bautismo por su incorporación a Cristo. Es verdad que esta
santidad ontológica del bautismo tiene que hacer efectiva en la santidad moral
de cada día: en esto consiste el ejercicio de la vida cristiana. Aspirar a ser
lo que ya somos por el bautismo.
Quienes han llegado a la patria del cielo, los
santos —canonizados o no— han alcanzado la meta y en ellos brilla de modo
definitivo la belleza de la santidad de Dios. El 1 de noviembre celebramos en
una sola fiesta la multitud de quienes han imitado al Padre celestial y,
durante su vida en la tierra, han reflejado en su comportamiento la forma de
ser de Dios. Así exhorta san Pedro a sus cristianos: «Lo mismo que es santo el
que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta» (1 Pe
1,15).
Al contemplar ya en la gloria a quienes nos han precedido en la
fe, nos miramos a nosotros mismos para recordar nuestra condición de «santos»
en la tierra que caminan hacia su destino final. Hoy la palabra «santidad»
suena extraña, alejada de nuestros intereses. Hablemos de integridad, rectitud,
justicia, y seguramente nos resultará más familiar. Todo esto encierra el
término hebreo (qadosh) con que la Biblia define la santidad, y lo
que Jesús entiende por «perfección» cuando nos invita a ella. Es la llamada que
Dios nos ha dirigido al crearnos según su propia imagen. Entender la vida así
es la aspiración de nuestra naturaleza, que no podemos frustrar bajando el
listón.
Los fieles difuntos, a quienes recordamos el 2 de noviembre, están ya salvados, aunque esperan el momento definitivo de ver a Dios cara a cara en el estado que la Iglesia llama «purificación». Son la iglesia purgante. Los conmemoramos con piedad y oramos por ellos con la clara certeza de que entre todos los miembros de la iglesia existe el vínculo indestructible de la caridad. La conmemoración de los fieles difuntos nos recuerda, a los que aún peregrinamos en este mundo, que existe otro, el definitivo, al que debemos llegar con la vestidura blanca del bautismo, limpios de toda mancha, para contemplar el rostro del Dios vivo, el solo Santo entre todos los santos.
La santidad es, por tanto, participación de la vida de Dios. Él ha impreso en nosotros nuestra dignidad y destino. Nos ha entregado a su Hijo para que veamos en él lo que espera y quiere de nosotros. Nos ha dado todos los medios necesarios para llegar a la meta. Y, mientras caminamos, nos permite vivir en una purificación constante mediante los sacramentos, la oración y la práctica de las virtudes. No carecemos de nada para ser santos. Contamos, además, con una muchedumbre de intercesores que, desde la meta, nos aseguran que es posible alcanzarla.
+ César Franco