La acción litúrgica de la Misa encierra una gran riqueza, sobre todo porque en ella está presente Cristo mismo.
Celebración de la santa Misa. Dominio público |
Solemos traer a la memoria una afirmación del Concilio Vaticano II: “La sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia”. Afirmación profunda y neta. Sí, en ella reside Cristo mismo, nuestra Pascua y el Maná de la Vida. La Eucaristía representa el don de una generosidad sin límites, el amor tensionado hasta un extremo irrebasable.
El misterio
eucarístico es el corazón vivo de las grandes catedrales y también de las
pequeñas ermitas de misiones. Su celebración es una acción que reviste una
riqueza extraordinaria, a la que nos queremos referir.
Para redescubrir ese tesoro -tarea permanente- apuntaremos
brevemente una nota que, a primera vista, podría parecer periférica, pero que,
en realidad, no lo es tanto. Nos referimos al saludo “el Señor esté con
vosotros” que se repite cuatro veces a lo largo de la celebración. Que, en
ella, Cristo sea el Liturgo del que depende ‒más que de los demás participantes‒ el fruto de
la celebración, eso es lo que quiere significar “el
Señor esté con vosotros”.
Cuando ese saludo hubo que verterlo al castellano, allá por la
década de los años setenta del siglo pasado, su traducción no fue fácil. Podía
decirse “el Señor esté” o “el Señor está”. Ambas tenían ventajas e inconvenientes.
En subjuntivo, la forma verbal “esté” apunta a un deseo, algo desiderativo: o
sea, ojalá que Cristo esté más arraigado en vosotros; pero carece del matiz
realístico del “está” en indicativo. La lengua latina ofrece una solución
total, omitiendo el verbo “ser” –Dominus vobiscum- y así,
con el verbo elíptico, abraza las dos vertientes a la vez. Caben conjuntamente
“está” y “esté”.
Al
comienzo de la Misa: presencia en la asamblea
Al inicio de la celebración, se saluda a la asamblea diciendo “el
Señor esté con vosotros”. Esta expresión denota la presencia de Cristo en la
comunidad litúrgica reunida aquí y ahora. “Donde dos o más están reunidos en mi
nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Es una presencia real, no meramente
intencional.
Con el canto de entrada, la asamblea muestra que ella -la Esposa-
acoge agradecida la presencia del Esposo, que viene a celebrar para ella sus
divinos Misterios. La asamblea de los fieles no es un conglomerado de gentes
que obedece a leyes puramente sociológicas. Todo bautizado está llamado a ser,
junto con los demás cristianos -y especialmente en el domingo-, símbolo de una
comunión que está por encima de nuestras divisiones, y hasta tal punto que san
Cipriano dice que “la Iglesia está unificada a imagen de la Trinidad”. Cada
asamblea eucarística es una congregación local de la Iglesia universal, un
signo que la manifiesta. Con ella está el Señor. Él la convoca. La asamblea
santa es anticipo de la Jerusalén celeste, figura y anuncio de una esperanza
que hallará su acabado cumplimiento más allá del espacio y del tiempo.
Antes
del Evangelio: presencia en la Palabra
Un poco después, mientras avanza la celebración, el diácono se
dirige a la asamblea, antes de proclamar el santo Evangelio, con el saludo: “El
Señor esté con vosotros”. Es la presencia de Cristo en su palabra. Presencia
real también.
En la celebración litúrgica de la palabra de Dios, Cristo
resucitado es el divino “Proclamador” y su Espíritu es el divino “Actualizador”
de esa palabra en el corazón de la asamblea y de cada uno de los fieles que la
integran. Afirmada la presencia de Cristo, afirmada la presencia del Espíritu
Santo. Dios Padre, como escribe Ireneo de Lyon, obra por medio de sus dos
brazos: el Hijo y el Espíritu. También aquí. Aquel que habló por los profetas,
es el mismo que habla ahora por medio del lector. La misteriosa
contemporaneidad de Cristo con la asamblea, que genera la celebración
litúrgica, permite que los fieles escuchen la palabra en su estado naciente,
como salida de los labios del Resucitado. Y la ven crecer ante sus ojos y sus
oídos con el estupor de quien es testigo de una experiencia epifánica. Es lo
que se esconde detrás de este “el Señor esté con vosotros”.
En el
prefacio: presencia en quien celebra
Por tercera vez se escucha el mismo saludo al comenzar el
prefacio: “el Señor esté con vosotros”; “levantemos el corazón”… Esta vez,
presencia de Cristo en el obispo o en el sacerdote que preside la celebración.
Va a comenzar la plegaria eucarística, el momento donde el cielo
está más cerca de la tierra. Oración de Cristo y de la Iglesia en cuyo seno se
realiza toda la obra de nuestra redención. Oración que exige el sacramento del
Orden en quien la profiere in persona Christi, porque
el obispo o el sacerdote pronuncia “esto es mi Cuerpo”, y no es el suyo; esta
es mi sangre, y no es la suya. Palabras performativas, que hacen lo que dicen.
Y donde había pan, ahora hay la carne gloriosa de Cristo; y donde había vino, ahora
hay su Sangre preciosa. Y todo ello -la “transustanciación”- precedido de ese Dominus
vobiscum, que actúa de toque de atención para ayudarnos a
descubrir que quien pronuncia las palabras es Cristo, a quien nosotros oímos en
la voz del sacerdote. Para él, ese saludo representa un aldabonazo que le
invita a reconocerse superado por un misterio que le trasciende absolutamente;
para la comunidad, es ocasión de verificar en ese momento si su corazón se alza
verdaderamente para participar en la Liturgia eterna de la Jerusalén del cielo.
Bendición
final: enviados
Por último, antes de impartir la bendición final a la asamblea, el
sacerdote saluda por cuarta vez: “el Señor esté con vosotros”. Esta expresión
se dice con una intención precisa. Al igual que las tres anteriores, vuelve a
señalar una nueva presencia real del Señor en medio de los suyos, reunidos para
celebrar su Pascua, su tránsito de este mundo al Padre. Los fieles acaban de
comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Son lo que han tomado. Este nuevo
saludo es una constatación de que han sido cristificados. El Señor está con
ellos y ahora se disponen a la misión: “Glorificad a Dios con vuestras vidas;
podéis ir en paz”. Al comienzo de la Misa fueron “con-vocados” por el Señor y
ahora, al final, son “enviados” para la misión de la Iglesia. Y lo son una vez
constituidos un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo.
He aquí cómo una expresión, que estamos acostumbrados a escuchar
todos los domingos varias veces durante la celebración eucarística y a la que
podríamos responder con cierta rutina, desvela, ciertamente, una realidad de la
fe de gran calado: las múltiples presencias reales de Cristo en su Iglesia,
sobre todo en la acción litúrgica. En ella, el Resucitado se ha comprometido a
no faltar a la cita de ese “encuentro”.
Quizá ahora estemos en condiciones de captar un poco mejor la
enseñanza de la Sacrosanctum Concilium: “Cristo está presente en
el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro […] sea sobre todo
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos,
de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en
su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es Él quien
habla…”.
Si un saludo sencillo. como “el Señor esté con vosotros”, despeja este amplio horizonte teologal, espiritual, ¿qué otras riquezas de significado no podremos encontrar en otros elementos también importantes del Ordinario de la Misa?
Félix María Arocena
Fuente: Revista Omnes