La primera conversión deriva del bautismo, la segunda consiste en vivir esta vida nueva que es la vida de la gracia. Pero ¿por qué hay que convertirse constantemente y cómo logramos esta conversión?
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Esta anécdota –auténtica– responde ya a la pregunta. Queda por
saber cómo convertirse constantemente.
Sumergirse cada vez más en el amor
divino
Nuestra primera conversión deriva del bautismo. Es el don de la vida divina, el don de la comunión de amor con el Padre a través de Jesús en el Espíritu. Nuestra vida de “criatura nueva” comienza, por tanto, a través de la salvación ofrecida gratuitamente por Dios.
Pero no cualquier amor. No una emoción, no, sino el amor firme y
decidido que está dispuesto a dar su vida por Dios y por el prójimo. Este amor
que la Biblia llama agapè: la caridad de Dios infundida en
nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Convertirnos como bautizados es sumergirnos cada vez más en este
amor divino. Es cosechar los frutos internos de este amor: la paz y
la alegría. Es encarnar en nuestras relaciones con los demás una misericordia
activa.
Santo Tomás define el pecado de la siguiente forma: desviarse (aversio)
de Dios y volverse (conversio)
hacia las criaturas. La verdadera conversión consiste, pues, en
retornar constantemente a Dios y amar a las criaturas en Él.
Primero renovar nuestra
inteligencia
La palabra griega para designar la conversión es metanoia.
Esta palabra significa “volver a pensar, poner en discusión el propio y el
común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida”,
precisó Benedicto XVI. Y añadió:
“‘Conversión’ (Metanoia) significa
justamente (…) salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia
indigencia; indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad.
La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor que los demás); la
conversión es la
humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de
mi propia vida”.
Los Padres del
desierto mostraron que quien no entre en la metanoia vive
entonces en la paránoia:
una centralización mortífera sobre uno mismo.
Desde el punto de vista médico, la paranoia se caracteriza por una
sobrevalorización del yo, por desconfianza, rigidez mental e insociabilidad.
La conversión exige primero renovar nuestra inteligencia:
“No tomen como modelo a este mundo.
Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que
puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le
agrada, lo perfecto” (Rm 12, 2).
Conviene luego querer vivir esta vida nueva hasta tener en
nosotros los mismos sentimientos que los de Cristo (Flp 2, 5); hasta lograr la
estatura plena de Cristo (Ef 4, 13).
Por el padre Nicolas Buttet
Fuente: Edifa