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Dominio público |
Pero, sin darnos cuenta, podemos acomodarnos a ese nivel determinado de vida cristiana pensando que Dios ya no nos pide más. Es un grave error. Dios no deja de llamarnos a la santidad. Y la santidad tiene como modelo a nuestro Padre del cielo. Así lo dice Jesús en el «Sermón de la Montaña». Cuando santa Teresa de Jesús experimenta su segunda conversión era ya «una buena monja».
Sin embargo, experimenta que Dios la llama a algo más: a salir de
sus esquemas y organización de vida. Esto es lo que san Ignacio de Loyola, otro
converso, llama el «más» a que el Señor puede llamarnos. Todos podemos dar más de
sí: más en la oración, más en la caridad y más en las obras de penitencia o de
justicia. Estancarse en la propia vida espiritual, es siempre un retroceso o
hacer paces con la amenazante tibieza y mediocridad.
Cuando
el corazón se enamora de verdad, y no queda prisionero de sus propios gustos,
tiende a dar hasta la propia vida. Con Dios sucede lo mismo. En el Antiguo
Testamento Dios recibe el calificativo de «celoso» porque lo pide todo, no se
contenta con una parte de nuestro corazón. Lo quiere entero. El hombre tiende a
hacer cálculos en su entrega a Dios: ¿hasta dónde me doy? ¿qué parte me
reservo? Este intento de «compromisos» nos desvía de la rectitud de corazón y
de la adoración a Dios «en espíritu y verdad».
Para estimularnos a la santidad, la Cuaresma nos presenta todo lo que Dios ha hecho por el hombre, desde la creación a la redención. Nos pone el ejemplo del amor desbordante de Dios con Israel, su pueblo escogido. Y, sobre todo, pone ante nuestros ojos la figura de Cristo en la cruz, dando la vida por nosotros. Ante semejante amor, la Iglesia nos pregunta: ¿qué debes hacer tú? ¿cuál es la medida de tu entrega a Dios? Por eso, urge contemplar a Cristo en su entrega al Padre y a los hombres para acrecentar en nosotros un amor semejante, que nos arranque de la tibieza, del acomodo, de lo que entendemos por «mi plan de vida».
Es muy bueno tener, sin duda, un proyecto de vida, siempre y cuando no cierre las puertas al plan y proyecto de vida que Dios tiene sobre cada uno y que, con frecuencia, apunta a metas más altas. Por eso es más difícil la conversión de los «buenos», que pueden quedarse en el nivel de los tibios, de quienes dice el libro del Apocalipsis: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (Ap. 3,15-16). ¡Qué pérdida de tiempo sería la vida si, después de haber aspirado a ser santos, solo llegáramos a ser eso que solemos llamar «personas buenas» o cristianos mediocres! Aprovechemos la Cuaresma.