"En la Casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os
lo habría dicho, porque me voy a preparos un lugar" (Jn 14,2)
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En ocasiones el
corazón se turba y parece que el final de un camino es más que un final, una
puerta al cielo, una puerta a la Vida para siempre, con mayúsculas.
Me
rebelo por
dentro, como si quisiera cambiarlo todo.
Entiendo que
compartir los sueños en la tierra deja algo de nostalgia, algo por acabar, algo
por cumplir. Como un llegar anticipadamente o un no llegar del todo. Como un
amanecer claro lleno de luz o un atardecer con nubes que todo lo confunden.
Vivir
merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el
alma hecha jirones por los caminos.
Sé que el amor
sostiene la vida porque una sonrisa vale una eternidad,
una sonrisa disparada al cielo.
La sombra de la muerte
Y
al mismo tiempo palpo cómo la tristeza opaca la luz de la esperanza y
todo se torna gris, a media luz, poco claro.
Es verdad que llevo
escribiendo muchas palabras que guardan la historia de forma misteriosa y
desvelan torpemente la grandeza de una vida.
No sé bien cómo
hacer para tejer los sueños y que sean como yo deseo. Tal vez debería aprender
de los niños que sólo se ofuscan un instante ante el juguete roto y pronto
pasan a vivir otra historia, otra aventura, otro sueño.
Pero no soy tan niño
y el amor duele, y lo vivido. Me duele el alma al dejar partir a los que
quiero. El corazón sostiene en pedazos la vida rota. Intento
recomponer la luz de tantos futuros posibles que se escapan entre los dedos.
Merece
tanto la pena vivir hasta el final la vida, sin importar mucho que las cosas
sean perfectas. Sin
dejar pasar los días sin intentar darlo todo. Sin olvidar los momentos en los
que de mí depende amar, sin guardarme nada, sin miedo al futuro.
Por
una sonrisa ancha, grande, merece todo la pena. Esa sonrisa que habla de una paz honda y
de un misterio. Porque detrás de cada sonrisa se esconde toda una vida. Sagrada
porque es de Dios, y de los hombres a medias.
Una luz
Me
consuela saber que ya reirá para siempre. Y no tendrá más dolor, ni más penas.
Mientras tanto sigo soñando con
una vida grande, con una sonrisa ancha, con una esperanza ciega, con un
amanecer eterno y un enterrar bien la vida, hasta que dé fruto en el cielo.
Sigo soñando y no
temo. Merecen la pena los sueños soñados juntos. Y el camino recorrido es un
don que hoy agradezco.
Miro hoy la muerte cara a cara, y la vida. Comentaba el
padre José Kentenich:
«Durante
las veinticuatro horas anuncio la muerte de Cristo hasta que Él vuelva en la
nueva santa misa. Cada día muero. ¿Acaso no podemos comprender también esa
expresión en el sentido de la frase que dice: constantemente muero a mi propio
yo?».
En
cada eucaristía toco la muerte y la vida en un mismo momento, en un mismo gesto. Realizar el misterio
de ese amor tan grande me da la vida.
Así es mi vida cada
día y me sorprendo ante la muerte que es cotidiana. Un morir como el día al
atardecer para nacer a una vida eterna en un amanecer
nuevo y siempre repetido.
¿No deseo el cielo?
Ante la pérdida de
ese presente que tanto amo, siento vértigo. No quiero perder el tiempo que
se me concede. Una vez más constato la fugacidad de mis días.
Hace nada estaba en
el comienzo del camino. Y ahora ya he pasado más de la mitad de mi vida. Sin
saber nunca el día ni la hora…
A veces pienso que
yo lo controlo todo. O eso es lo que intento de forma tan torpe y banal. Como
si yo pudiera poner un final feliz a mis días o postergar la hora más temida.
¿Pero acaso no amo
el cielo?
Tanto predicar del paraíso me ha hecho
desear más que no llegue su momento.No lo entiendo. Digo que amo a un Dios que
tiene preparada para mí una mansión en el cielo y me aferro a los días que se
me escapan queriendo que no se acaben.
Y me asombro ante la
muerte temprana de mis amigos. Ante la partida de los que amo. Y digo tratando
de hallar consuelo que ya están en paz, que ya descansan habiendo entregado la
vida.
Creer sin entender
¿Cómo podré hacer yo
para morir santamente? ¿Cómo dejar ordenada mi alma antes de la
partida?
Ese día no será un
camino de rosas en el que todo encaje y esté en orden. No es así la vida. Me
llegará de improviso la partida y me aferraré con mis manos al último aliento
que me quede, a lo último que mis ojos miren.
¿No es tanta mi fe?
¿O es muy grande el amor a estos días que vivo y disfruto, en los que sufro y
amo y sonrío?
Lloro ante la hora
de la muerte de los que amo. Y no cierro la puerta a la evidencia de una vida
con sentido. Aunque no entienda los momentos que Dios elige.
Y sigo confiando en
que su mano me ayudará a elegir el camino más pleno, para mi alma enamorada de
la vida. Sólo espero que los días los viva con conciencia, con paz, atado a Dios
desde lo más hondo de mi alma que anhela el cielo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia