Mandó
construir obras a la altura de lo que consideraba su “grandeza”. Dedicó diez
años a la reconstrucción del Templo de Jerusalén, ese mismo templo respecto que
tanto enorgullecía a los judíos, y del cual, una vez, dijeron fascinados los
discípulos de Cristo: “Mira, Maestro, ¡que piedras y que construcciones!” (Mc
13,1). Pero no quedó piedra sobre piedra pues el templo, hecho por manos
humanas, fue destruido en la guerra judía de 67-70 d.C.
Mandó edificar
un magnífico palacio real al noroeste de la ciudad. Revitalizó la ciudad de
Samaria, que rebautizó como Sebaste para adular a Augusto – porque Sebastos es
el término original griego para el latinizado Augustus. Mandó construir el
palacio-fortaleza Haerodium, al sur de Belén. Hizo levantar Cesarea Marítima,
la nueva capital, en la costa del Mar Mediterráneo.
Se sentaba en
el trono de una corte pagana que sobrepasaba en mucho a todas las demás de
Oriente en podredumbre y obscenidad.
Quería ser uno
de los “grandes” de la historia.
Y la historia,
siempre dispuesta a adular de alguna forma a los humanamente poderosos, le
concedió el título tan obsesivamente deseado.
El es Herodes,
el Grande.
Pero Herodes,
el Grande, quedó un día profundamente perturbado (cf. Mt 2,3).
Fue porque
algunos magos le habían anunciado que había nacido el “Rey de los judíos”. Y la
supuesta “grandeza” de Herodes, desde ese momento en adelante, se empequeñeció
aún más hasta tener el tamaño de una única y determinante preocupación: “¿Quién
era ese que podría derribarle del trono?”.
El grito de
alarma latía en su mente enferma e hizo que su inhumanidad concibiera a un
monstruo: si el “Rey de los judíos” había nacido hace poco tiempo, no podría
tener más de un año de edad. Tal vez un año y medio. ¿Cómo identificarlo? No
era necesario. Bastaba destruirlo, fuera quien fuera. Bastaba exterminar a
todos los niños menores de dos años de edad.
Y Herodes, el
Grande, lo hizo.
Pasó el tempo.
Después de
seis meses de una enfermedad cruel y devastadora, inmune a las “grandezas” de
los hombres y acompañada por un cortejo de gusanos que ya en vida le corroían
el cuerpo, murió en Jericó el rey Herodes, el Grande.
Flavio Josefo,
el célebre historiador de esos tiempos, relata que el funeral del “grande” rey
fue del máximo esplendor: su cadáver, podrido en todos los sentidos, yacía
sobre una litera de oro, tachonada de perlas y piedras preciosas de varios
colores, recubierta de un manto púrpura; también el muerto vestía púrpura y una
tiara a la que se sobreponía una corona de oro; a su derecha yacía el cetro.
Pero los seis
meses de agonía dolorosa no habían encendido en el alma cruel de ese rey
ninguna chispa de conciencia. Lejos de eso, Herodes, el Grande, aún maquinó su
barbaridad postrera y dio ordenes a su hermana, Salomé, de que detuviera a
todos los nobles del reino en Jericó para ser ejecutados en el mismo instante
en que él muriera.
Según Flavio
Josefo, Herodes habría dicho a Salomé: “Sé que los judíos festejarán mi muerte.
Mientras tanto, aún puedo ser llorado por otras razones y tener un funeral
espléndido si sigues mis orientaciones. Estos hombres que están presos, cuando
yo expire, mátalos a todos, después de rodearlos de soldados, para que todos en
Judea y todas las familias, aunque no quieran, derramen lágrimas por mí”.
Salomé,
felizmente, desobedeció y libertó a los prisioneros después de la muerte del
“Grande” hermano.
La tragedia
perpetrada por los “Grandes” de la historia, sin embargo, nunca terminó. De
“Grande” en “Grande”, la matanza de los inocentes continua hasta nuestro
tiempo, y al mismo tiempo también prosiguen las grandiosas construcciones
dirigidas a aumentar la apariencia de grandeza de nuestra civilización y de su
poderío material. Entre las faraónicas y admirables obras que la grandeza
humana no cesa de incrementar, permanece vivo Herodes, el Grande, en la
violencia, la corrupción, la promiscuidad, el asesinato, la guerra, la
explotación, el hambre y, muy significativamente, en el exterminio voluntario e
implacable de los pequeños inocentes. Herodes vive.
Pero no
consiguió matar a Jesús.
No lo consigue
porque, hoy como ayer, incluso en medio de la más densa de las noches, Dios
siempre manda ángeles a miles de Josés que aún oyen sus consejos y se disponen,
con prontitud, a renunciar a todo con el fin de salvar la vida de los pequeños
e inocentes.
Josés
soñadores, tal vez, a los ojos de los hombres. Pero muy despiertos a los ojos
de Dios.
Fuente:
Aleteia