Ante la inminencia de la Navidad, el tercer domingo de Adviento nos invita a la alegría, a la oración y a la acción de gracias. Esta es la voluntad de Dios —dice san Pablo— para nosotros. No puede ser más actual.
Es la alegría de los
hombres de buena voluntad que reconocen en el Niño de Belén al Dios escondido.
Es la alegría del desierto que se convierte en un jardín. Así lo dice Isaías:
«Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha puesto un
traje de salvación, y me ha envuelto con un manto de justicia, como novio que
se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus
brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la
justicia y los himnos ante todos los pueblos» (Is 61, 10-11).
Junto
a la alegría, está la oración y la acción de gracias. Son los himnos que
cantamos ante los pueblos como expresión de la comunión que establece Dios
entre los hombres de todas las culturas. Nos llamamos católicos porque no
queremos que ningún pueblo se sienta privado de la salvación de Dios, y porque
queremos compartir nuestro gozo con todos los hombres y con la creación entera
que espera también la llegada del redentor para decirle: «Alabado seas, mi
Señor». «El Creador —dice el Papa Francisco— no nos abandona, nunca hizo marcha
atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado» (Laudato
si´, 13).
Pero, ¿cómo alcanzar esta alegría? San Pablo nos ofrece el camino: «No apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno. Guardaos de toda clase de mal» (1 Tes 5,19-22). Pocas palabras, pero un programa de vida. La vida cristiana no es auténtica si no dejamos que el Espíritu ilumine y guíe nuestros pasos. Necesitamos avivar cada día la presencia del Espíritu en nosotros que nos llena de sus dones y carismas.
Decir cristiano es decir hijo de Dios y «hombre espiritual», que se deja conducir por el Espíritu que nos ha ungido y nos ha hechos semejantes a Cristo. Por eso, san Pablo añade «no despreciéis las profecías». Con esta expresión no se refiere a las palabras de los profetas ni invita a los cristianos a adivinar el futuro. Profecía es la palabra que hace presente a Dios en la sociedad, que anuncia su salvación y predispone, por tanto, a recibir el evangelio.
Todos los cristianos
participamos de la condición profética de Cristo, que nos permite hablar en su
nombre e identificar su presenta en la historia actual. De ahí que nadie puede
profetizar sin el Espíritu de Cristo, es decir, en comunión con él. El falso
profeta se anuncia y se refiere a sí mismo; el verdadero, siempre remite a
Cristo.
Solo en esta comunión con el Espíritu de Cristo, podemos realizar las últimas recomendaciones del apóstol: Examinar todo, quedarse con lo bueno, guardarnos de toda clase de mal. En síntesis, se nos invita al discernimiento, actitud básica del cristiano. En un mundo tan variado y complejo como el nuestro, debemos aplicar los sentidos espirituales para discernir lo bueno de lo malo, lo que humaniza y deshumaniza, lo que libera y esclaviza.
Sólo así, nos
quedaremos con lo bueno y, con prudencia, nos guardaremos de toda clase de mal.
Esta es la actitud de quien desea permanecer «sin mancha hasta la venida de
Nuestro Señor Jesucristo». He aquí el programa del Adviento.
+ César Franco
