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Dominio público |
I. El Evangelio de la Misa (Mt 21, 33-43) se refiere al texto de Isaías de la Primera lectura que habla de una viña rodeada de cuidados y que sin embargo produce uvas agrias. Nos revela la paciencia de Dios, que manda uno tras otro en busca de frutos a sus mensajeros, los profetas del Antiguo Testamento, para terminar enviando a su Hijo amado, al mismo Jesús, al que matarían los viñadores. La viña es ciertamente Israel, que no correspondió a los cuidados divinos, y también lo somos la Iglesia y cada uno de nosotros.
II. Dios no ha escatimado nada para cultivar y embellecer Su viña. ¿Cómo esperando que diera uvas, produjo agrazones? El pecado es el fruto agrio de nuestra vida. La experiencia de las propias flaquezas está patente en la historia de la humanidad y en la de cada hombre. Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo amado, de Jesús: Y agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron.
Hemos de fomentar el deseo de reparación cuando
hemos ofendido tanto a Jesús, el Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y
devuelve la paz a nuestra alma. “Dile: Dame, Jesús, un Amor como hoguera de
purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre
cuerpo, se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, ya vacío
todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre
me sostenga el Amor” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)
III. Las realidades terrenas y las cosas nobles de este mundo son buenas y pueden llegar a tener un valor divino. Son los asuntos que cada día tenemos entre manos lo que hemos de convertir en frutos para Dios. Cada jornada se nos presentan incontables posibilidades de ofrecer frutos agradables al Señor: desde el vencimiento primero de la mañana –el minuto heroico- al levantarnos.
Para producir estos
frutos hemos de empeñarnos en mantener la presencia de Dios a lo largo del día,
acordándonos del Sagrario más cercano a nosotros. La Virgen nos enseñará a
vivir cada día la urgencia de dar muchos frutos a Dios, y a evitar
decididamente que en nuestra vida se den frutos agrios.