Hoy es el nacimiento
de la gloriosa Virgen María, del linaje de Abraham, nacida de la tribu de Judá,
y de la noble estirpe de David. Su vida incomparable ilumina a toda la Iglesia.
Dominio público |
Su llegada al mundo es el anuncio de la
Redención ya próxima. Muchos pueblos y ciudades, bajo diversas advocaciones
celebran hoy su fiesta.
El nacimiento de la Virgen María es un anuncio del nacimiento de Jesús,
el preludio de la Buena Nueva. La llegada de esta niña al hogar de san
Joaquín y santa Ana significa para el mundo la verdadera esperanza y la
aurora de la salvación.
Entre las fiestas con que la Iglesia honra a su Madre, es lógico que
ocupe un lugar importante el recuerdo de su nacimiento. La llegada al mundo de
la que habría de ser Madre de Dios, es un anuncio y un anticipo de la redención
obrada por Jesucristo. Concebida sin mancha de pecado, María nace llena de
gracia y de santidad.
¿Cuántos años cumple hoy Nuestra Madre?...
Para Ella el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa
juventud eterna y plena que nace de la participación en la juventud de Dios que,
según nos dice San Agustín, “es más joven
que todos”, precisamente por ser eterno e inmutable.
Quizá hemos podido ver de cerca la alegría y
la juventud interior de alguna persona santa, y contemplar cómo de un cuerpo
que llevaba el peso de los años surgía una juventud del corazón con una energía
y una vida incontenible. Esta juventud interior es más honda cuanto mayor es la
unión con Dios.
María, por ser la criatura que más íntimamente
ha estado unida a Él, es ciertamente la más joven de todas las criaturas.
Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando vamos hacia
Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de
alegría.
Desde su adolescencia, la Virgen gozó de una
madurez interior plena y proporcionada a su edad. Ahora, en el Cielo, con la
plenitud de la gracia ‑la inicial y la que alcanzó con sus méritos uniéndose a
la Obra de su Hijo‑ nos contempla y presta oído a nuestras alabanzas y a
nuestras peticiones. Hoy escucha nuestro canto de acción de gracias a Dios por
haberla creado, y nos mira y nos comprende porque Ella ‑después de Dios‑ es
quien más sabe de nuestra vida, de nuestras fatigas, de nuestros empeños.
Todos los padres piensan cuando nace un hijo
que es incomparable. También debieron de pensarlo San Joaquín y Santa Ana
cuando nació María, y ciertamente no se equivocaban. Todas las generaciones la
llaman bienaventurada... “No podían
sospechar aquel día, Joaquín y Ana, lo que había de ser aquel fruto de su
limpio amor. Nunca se sabe. ¿Quién puede decir lo que será una criatura recién
nacida? Nunca se sabe...”. Cada una es un misterio de Dios que viene al
mundo con un específico quehacer del Creador.
La fiesta de hoy nos lleva a mirar con hondo
respeto la concepción y el nacimiento de todo ser humano, a quien Dios le ha
dado el cuerpo a través de los padres y le ha infundido un alma inmortal e
irrepetible, creada directamente por Él en el momento de la concepción.
Dios Padre, al contemplar a María recién
nacida, se alegró con una alegría infinita al ver a una criatura humana sin el
pecado de origen, llena de gracia, purísima, destinada a ser la Madre de su
Hijo para siempre. Aunque Dios concedió a Joaquín y a Ana una alegría muy
particular, como participación de la gracia derramada sobre su Hija, ¿qué
hubieran sentido si, al menos de lejos, hubieran vislumbrado el destino de
aquella criatura, que vino al mundo como las demás? En otro orden, tampoco
nosotros podemos sospechar la eficacia inconmensurable de nuestro paso por la
tierra si somos fieles a las gracias recibidas para llevar a cabo nuestra
propia vocación, otorgada por Dios desde la eternidad.
Ningún acontecimiento acompañó el Nacimiento
de María, y nada nos dicen de él los Evangelios. Nació, quizá, en una ciudad de
Galilea, probablemente en el mismo Nazareth, y aquel día nada se reveló a los
hombres. El mundo seguía dándole importancia a otros acontecimientos que luego
serían completamente borrados de la faz de la tierra sin dejar la menor huella.
Con frecuencia, lo importante para Dios pasa oculto a los ojos de los hombres
que buscan algo extraordinario para sobrellevar su existencia. Sólo en el Cielo
hubo fiesta, y fiesta grande.
Después, durante muchos años, la Virgen pasa
inadvertida. Todo Israel esperaba a esa doncella anunciada en la Escritura (17)
y no sabe que ya vive entre los hombres. Externamente, apenas se diferencia de
los demás. Tenía voluntad, quería, amaba con una intensidad difícil de
comprender para nosotros, con un amor que en todo se ajustaba al amor de Dios.
Tenía entendimiento, al servicio de los misterios que poco a poco iba
descubriendo, comprendía la perfecta relación que había entre ellos, las
profecías que hablaban del Redentor...; y entendimiento para aprender cómo se
hilaba o se cocinaba... Y tenía memoria -guardaba
las cosas en su corazón y pasaba de unos recuerdos a otros, se valía de
referencias concretas.
Poseía Nuestra Señora una viva imaginación que
le hizo tener una vida llena de iniciativas y de sencillo ingenio en el modo de
servir a los demás, de hacerles más llevadera la existencia, a veces penosa por
la enfermedad o por la desgracia... Dios la contemplaba lleno de amor en los
menudos quehaceres de cada día y se gozaba con un inmenso gozo en estas tareas
sin apenas relieve.
Al contemplar su vida normal, nos enseña a
nosotros a obrar de tal modo que sepamos hacer lo de todos los días de cara a
Dios: a servir a los demás sin ruido, sin hacer valer constantemente los
propios derechos o los privilegios que nosotros mismos nos hemos otorgado, a
terminar bien el trabajo que tenemos entre manos... Si imitamos a Nuestra
Madre, aprenderemos a valorar lo pequeño de los días iguales, a darle sentido
sobrenatural a nuestros actos, que quizá nadie ve: limpiar unos muebles,
corregir unos datos en el ordenador, arreglar la cama de un enfermo, buscar las
referencias precisas para explicar la lección que estamos preparando... Estas
pequeñas cosas, hechas con amor, atraen la misericordia divina y aumentan de
continuo la gracia santificante en el alma. María es el ejemplo acabado de esta
entrega diaria.
Bajo diversas advocaciones, muchos pueblos y
ciudades celebran hoy sus fiestas, con intuición acertada, pues “si Salomón ‑enseña
San Pedro Damián‑, con motivo de la dedicación del templo material, celebró con
todo el pueblo de Israel solemnemente un sacrificio tan copioso y magnífico,
¿cuál y cuánta no será la alegría del pueblo cristiano al celebrar el
nacimiento de la Virgen María, en cuyo seno, como en un templo sacratísimo,
descendió Dios en persona para recibir de ella la naturaleza humana y se dignó
vivir visiblemente entre los hombres?”. No dejemos de festejar hoy a Nuestra
Señora con esas delicadezas propias de los buenos hijos.
Fuente: Francisco
Fernández Carvajal, Hablar con Dios