LA ORACIÓN DE CRISTO. NUESTRA ORACIÓN
II. Frutos de la oración.
III. Las oraciones vocales.
“Por aquellos días subió
Jesús al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo
de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó
también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a
Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y
Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a
ser un traidor.
Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran
multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de
Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle
y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus
inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él
una fuerza que sanaba a todos.” (Lucas 6,12-19)
I. En muchos pasajes
evangélicos se nos muestra Cristo unido al Padre Celestial en una íntima y
confiada plegaria. Su oración siempre fue escuchada (SANTO TOMÁS, Suma
Teológica), y sus discípulos conocían bien este poder de la oración del Señor.
En
su oración sacerdotal de la Última Cena suplica el Señor a su Padre por todos
los que han de creer en Él a través de los siglos. Pidió el Señor por nosotros
y su gracia no nos falta. En todo momento nos envuelve, a nosotros y al mundo
entero, el amor de este corazón que tanto ha amado a los hombres y que es tan
poco correspondido por ellos (JUAN PABLO II, Homilía en la Basílica del Sagrado
Corazón de Montmartre, París) ¡Qué alegría pensar que Cristo, siempre vivo, no
cesa de interceder por nosotros! (Hebreos 7, 25) Que podemos unir nuestras
oraciones y nuestro trabajo a su oración, y que junto a ella alcanzan un valor
infinito.
II. El Maestro nos enseñó
con su ejemplo la necesidad de hacer oración. Repitió una y otra vez que es
necesario orar y no desfallecer. Cuando también nosotros nos recogemos para
orar nos acercamos sedientos a la fuente de las aguas vivas (Salmo 41, 2). Allí
encontramos la paz y las fuerzas necesarias para seguir con optimismo y alegría
en este caminar de la vida. ¡Cuánto bien hacemos a la Iglesia y al mundo con
nuestra oración! Se ha dicho que quienes hacen oración son “como las columnas
del mundo”, sin las cuales todo se vendría abajo.
San
Juan de la Cruz enseñaba bellamente que “es más precioso delante de Dios y del
alma un poquito de este amor puro, y más provecho hace a la Iglesia, aunque
parece que no hace nada, que todas esas obras juntas” (Cántico espiritual,
Canción 29), que poco o nada valdrían fuera de Cristo. El diálogo íntimo de
Jesús con Dios Padre fue continuo: a eso debemos aspirar nosotros, a tratar a
Dios siempre, en los momentos que tenemos dedicados especialmente para ello, y
a lo largo de las situaciones que tejen nuestra jornada.
III. El Señor nos dio
ejemplo de aprecio por la oración vocal: en cuanto hombre, debió aprender de
labio de su Madre muchas plegarias que se habían transmitido por generaciones
en el pueblo hebreo. En su última plegaria al Padre utilizará las palabras de
un Salmo. Y nos enseñó la oración por excelencia, el Padrenuestro, donde se
contiene todo lo que debemos pedir. La oración vocal nos ayuda a mantener viva
la presencia de Dios durante el día.
Para
evitar la rutina nos puede ayudar este consejo: “procura recitarlas con el
mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la
última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER,
Forja).
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org